DEL INÉDITO E INAUDITO SUCESO QUE EN LA VENTA ACAECIÓ A DON QUIJOTE, EL BARBERO Y SANCHO.
Poco después de que don Quijote se retirase a dormir y el Cura comenzase la lectura de la Novela del Curioso Impertinente, y no mucho antes de que el valiente caballero andante se enfrentase en sueños a Pandafilando de la Fosca Vista, el malvado gigante que tenía en jaque el reino de la princesa Micomicona, aquel a quien en fiero combate y tras varias cuchilladas vencería entonces el de la Triste Figura desangrándole no menos de seis arrobas de venteril vino tinto, tuvo lugar un suceso que no pareció reseñado en el libro.
Ocurrió que entróse Sancho al camaranchón donde su amo dormía y, acercándose al lecho, le llamó diciendo:
-¡Señor don Quijote! ¡Despierte! ¡Por vida mía, despierte y ayúdeme a resolver un misterio que me asusta, me intriga y me congoja!
Abrió los ojos de par en par el durmiente y tras unos momentos de inquietud (como la que turba el ánimo del que violentamente sacan del sueño y han de transcurrir unos segundos hasta que a la memoria acuden imágenes para recordar el lugar donde se halla, si es de día o de noche, quienes son los circunstantes, etc.), se sentó en el camastro y dijo, con voz algo quebrada:
-Sancho, hijo, ¿qué te aflige? No me cabe duda de que tiene que ser algo grave para conturbar de ese modo tu rostro y para que te atrevas a interrumpir de este otro tan brusco mi sueño, que era tan peregrino que ten por seguro que ningún hombre lo había soñado antes, ni se habían visto tantos vestiglos, endriagos, y demás monstros en un mismo lugar reunidos.
-No es sino –respondió Sancho – para que verifique y compruebe vuesa merced, como yo he comprobado y verificado, lo que ya sospechábamos: que este lugar es encantado, que debe de haber encantadores o brujos que encantan y embrújanlo todo, que no es de extrañar que aquí lluevan puñadas y mojicones como agua en marzo, y que no es menester que yo hable más si no que mi señor venga y vea, o, por mejor decir, que venga y oiga.
- Ah, Sancho, al verte con ése ánimo apocado y al escuchar esa voz temblorosa tuya contarme tales razones no puedo menos que colegir que nueva aventura tenemos; holgárame mucho de embarcarme en ella (sobre todo si tanto promete como tan bien comienza) si no fuera que tengo mi palabra dada a la princesa Micomicona de que no iniciaría ninguna hasta que de un mandoble cortare la cabeza al tirano gigante bizco que tan traidoramente le ha usurpado su reino y pueda así devolvérselo a su natural soberana.
- Señor, si duda si acompañarme o no porque hacerlo sería iniciar nueva aventura y ha empeñado su palabra en no comenzalla hasta que cumpla la obligación de marras, no dude más y sígame: pues al ser cosa de encantamento lo que quiero mostrarle, tenga por seguro que no encontrará cuerpos que hender, acuchillar, ni mandoblar, ¡sino fantasmas con las que nada pueden las armas!; así que no tema, que su palabra quedará tan entera como honra de doncella andantesca.
- ¿Fantasmas dices? Si no puede con ellas la espada, bien podrá el hisopo; que si no recuerdo mal algún caballero andante hubo en el pasado que para enfrentarse con seres tan vanos hubo de… Pero, en fin, ¡Sea!: yo no haré tal, que seré en esta aventura el público y no el actor; no intervendré en ella sino como mero observador, a fin de no romper mi promesa. Quédese pues ahí la espada apoyada en la pared al lado de la cama: desarmado voy (por contravenir las leyes de caballería en este caso el ir de otro modo); guía por donde quisieres, Sancho, y no tiembles tanto, que a no tener los calzones bien enlazados, escurriéransete por el tremuloso movimiento, y quedaras con grillos a los pies como preso.
Picado de curiosidad y sin vestir más que el bonete y la camisa con que dormía, que dejaba ver las flaquísimas piernas cubiertas de vello, siguió don Quijote al asustado Sancho; bajaron los pocos escalones que al desván llegaban, y acercáronse a la sala donde el Cura no hacía mucho había empezado a leer la historia de Anselmo y Lotario al resto de la cuadrilla que acompañaba a nuestro hidalgo; antes de llegar a ella, torció Sancho y metióse en una pequeña estancia que servía para guardar trastos, cercana a aquélla. Estaba el cuarto en penumbra porque entraba algo de la claridad de las luces del otro. Poco se distinguía allí salvo lo dicho: algunos trastos viejos. Llegaron, y dijo Sancho en voz baja:
-Aquí es. ¡Escuche!
-¿Qué es lo que tengo que escuchar, Sancho?- preguntó don Quijote también a media voz, con algo de malicia -; ¿batanes tenemos?
-Ni batanes ni batanas, sino guarde mi señor silencio un momento para mejor oír lo que haya de oíble.
Hízolo así el de la Triste Figura, y comenzó a percibir un rumor como de roce que provenía de algún lugar indeterminado, pero no de dentro del cuartucho.
-¿Esto era la aventura para la que me despertaste, Sancho? ¿Para escuchar mures royendo y retozando?
En este punto, maese Nicolás, el Barbero de la historia, que hasta hace sólo un momento estaba escuchando la entretenida novela que tan bien declamaba el Cura, habiendo sentido ruido de pasos y rumor de voces en el pasillo, y temiendo que don Quijote anduviese enredando, salióse de la sala por ver qué ocurría; vio como caballero y escudero entraban en el cuarto trastero. Entró tras ellos y al preguntarles que qué buscaban, Sancho llevó tal susto que creyó que el corazón le saltaba del pecho, pues no había notado su presencia. Cuando se hubo calmado un poco, explicó al Barbero sucintamente el misterio de los extraños sonidos que por casualidad había descubierto; guardaron los tres silencio y volvieron a oír lo mismo: un ruido como de arrastrar, frotar, deslizar, pero nada monótono o repetitivo, sino continuo y suave; no provenía el ruido, como queda dicho, del mismo cuarto, sino de algún lugar cercano e indeterminado. Quedaron intrigados don Quijote y el Barbero, pero no asustados como sí lo estaba el bueno de Sancho. A media voz, habló maese Nicolás:
-Mures me parecen. Bien se sabe que “ratones, arañas y cucarachas en venta nunca faltan”… O si no, gatos traveseando en el tejado…
-No son ni gatos ni ratones- dijo Sancho-, adviertan vuestras mercedes que ora parece oírse más apagado, ora más claro, y si cambiamos de cuarto le oiremos como proveniente de otra dirección, pero no de la misma, que ya estas todas cosas advertí yo la primera vez que lo escuché e investigué.
Comprobaron la verdad que Sancho decía: salieron del cuarto y escucharon en el pasillo y en estancias contiguas, y en todas se oía, más o menos apagado, el mismo ruido, y en todas parecía provenir de una dirección distinta, ora de arriba, ora del Este, ora de abajo, pero en ninguna se podía precisar con exactitud la posición de la causa, porque en todas se engañaba uno y era imposible asegurar nada.
Tras cinco o diez minutos de averiguaciones el insólito sonido dejó de oírse, y al rato perdieron interés los encuestadores. Acompañaron Sancho y maese Nicolás al mísero lecho del desván a don Quijote, quien no tardó en dormirse de nuevo; y que una hora más tarde alborotaría toda la venta del modo que queda descrito en el libro, dando voces en sueños y acuchillando los cueros de vino.
Sancho, aun algo inquieto, regresó adonde la cuadrilla escuchaba el relato que el Cura leía.
El Barbero, intrigado, antes de volver con los demás, paróse otra vez cerca del cuartucho a escuchar. Oyó otra vez el mismo ruido, como proviniendo de alguna parte que no podía determinar, como naciendo de todas a un tiempo. Tomó aire y aguantó la respiración para mejor escuchar. Le llegaba la agradable voz de Pero Pérez, el Cura, quien leía la entretenida historia de la traición que a un tal Anselmo hacían su amigo Lotario y su esposa Camila (deshonra que él mismo se había buscado). Hizo una pausa el lector para mojar la garganta con un poco de vino, y el Barbero comprobó desde el cuarto en penumbra que el extraño ruido de roces iba compasado con el leer del cura: si este paraba, aquel paraba; si proseguía, proseguía el rozar al mismo tiempo.
Maese Nicolás se sorprendió a sí mismo diciendo en voz muy baja:
-¡Es el escribir de alguien! ¡Hay alguien escribiendo a la vez que mi amigo el Cura habla!
Apenas habían salido estas palabras de sus labios y avergonzóse al momento de lo que había pensado y dicho para su capote. Pensó luego: “el loco de don Quijote nos arrastrará a todos en su locura, como ya arrastra al necio de Sancho”; agitó la cabeza como para librarse de un pensamiento inútil o desagradable, y volvió con los demás para escuchar lo que restaba de novela.
Ni don Quijote ni Sancho comentaron nunca este suceso pues los posteriores de aquella misma noche hicieron que lo olvidasen. También el Barbero lo olvidó entonces, pero, más adelante, cuando el Bachiller Sansón Carrasco trajo noticia a la aldea de que la historia de don Quijote circulaba por el mundo impresa, que era increíblemente ajustada a la verdad, y en la que él era uno de los personajes, no pudo menos que recordar aquel sonido que semejaba el rasgar la pluma con el papel. Desde entonces pasaban por su cabeza de vez en cuando ciertas ideas heréticas que…
(NOTA: imagen, don quijote cortando las odres en una ilustración que parece de algún país europeo...)
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