domingo, marzo 28, 2010

el discurso del autómata


-Imaginaos que los autómatas han llegado a perfeccionarse tanto que pueden confundirse con hombres; no sólo en el sentido del ejemplo puesto por Descartes en su Segunda Meditación; quiero decir que los autómatas no sólo caminan y se mueven sino que hablan también. Esto que cuento quizá sea posible algún día; y los centenares de ruedas y resortes en el interior de estos muñecos no descubrirán con el sonido de su continuo girar el engaño, pues mecánicos y físicos llegarán a perfeccionar de tal modo su arte que no habrá tic-tac perceptible ni ruido de engranajes. Imaginaos que esos autómatas parlantes no se limiten a decir “buenos días” mientras se quitan el sombrero para saludarnos cuando pasan por nuestro lado, y sí hablan cosas más complejas, llegando incluso a contar pequeñas historias. Bien, ¿qué tal si ahora imagináis, por último, que esas artes maravillosas ya existen y yo soy uno de esos autómatas de los que hablo, y el aliento que exhalo es producido por una especie de fuelle, y mis palabras las articula un complicado mecanismo que imita al aparato fonador humano?, ¿no os asombraría entonces que os hablase y os contara todo esto? ¿Qué diferenciaría mi discurso del producido por el hombre?

-¡Fácil! –profirió una de las figuras, moviéndose en su silla y gesticulando lentamente- El engaño podría producirse al principio, mas llegaría un momento en que el discurso, la frase o la historia, volverían a empezar; sería cíclico, como la rueda de relojero en que se sustenta y que no puede sustituir la poesía del espíritu.

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nota: imagen, el falso autómata El Turco , de Von Kempelen (tomada de Wikipedia).

domingo, marzo 14, 2010

Las Miniaturas de Porcelana (cuento a imitación de Hoffmann)



Hola, amigos. Me lo he pasado pipa escribiendo este cuento de fantasmas. Espero que os guste. el audio está en formato mp3, y puede escucharse en la web o podéis bajároslo. gracias.


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Con cariño y admiración dedico este relato a Juan José Plans, escritor gijonés, director del programa Historias y Relatos de RNE, autor de la novela El Juego de los Niños.
Miguel I. De La Torre.








Carta de Pedro a Inés:

¡Ah, Inés, mi dulce Inés, cuánta ansiedad al escribirte! ¿Podrás creer que es la primera cosa que hago apenas me acomodé en mi cuarto, tras colocar el equipaje después del largo viaje? Pero, ¿por qué dudo? Claro que me crees. Y al trazar estas temblorosas líneas me parece imaginarte ya leyéndolas, corriendo las lágrimas por tus mejillas, señal de nerviosa agitación, la misma que a mí me embarga al escribirte.
¡Estudiante universitario! ¡Cuántos nervios, y cuánta ilusión! Cuando en el pueblo me subí al coche que había de llevarme tan lejos, y mis padres, mi hermanito y tú empezasteis a lloriquear, ¡qué duro se me hizo aquel instante! A punto estuve de llorar también, a pesar de la masculina entereza que fingí al despedirme. En cambio, luego, al poco de iniciar el viaje, me derrumbé y lloré como un niño. Durante un tiempo tuve la extraña sensación del viajero bisoño, el que nunca ha salido de su acogedor hogar, la aciaga impresión (cual negro murciélago revoloteando en mi imaginación) de que nunca habría de volveros a ver…
Pero pronto deseché los lúgubres pensamientos, distraído por los accidentes del paisaje: los verdes y familiares campos primero, las altas y grises montañas de heladas cumbres blancas más tarde, la parda e interminable llanura los últimos días.
Cuando la emoción nos embarga no pensamos con claridad. Qué bien hacemos entonces en no tomar decisiones y dejar los dilemas para cuando estamos más calmados. A la media hora de iniciar el camino, a punto estuve de pedir al mayoral que parase el vehículo y abandonar alegremente a mis compañeros de viaje para volverme con vosotros, con mi familia y mi dulce amada. Pero me tranquilicé y la razón triunfó luego, y razoné como habíamos meditado hace tiempo: son necesarios los estudios para labrar un porvenir mejor para ambos; un sacrificio que traerá una dulce recompensa, etcétera.
Apenas he visto la ciudad: sus antiguos edificios, el colorido de sus tiendas y escaparates, el movimiento de la numerosa gente, el tráfico de los carruajes…; todo me hace volver la vista de un sitio a otro sin saber muy bien donde fijarla. ¡cuánto trajín, cuánta prisa y movimiento en comparación con nuestra tranquila vida en el pueblo!
Molido mi cuerpo, cansado del traqueteo sin fin del viaje, cargado con mi pesado baúl, tras preguntar a un par de amables ciudadanos por la ubicación del lugar (cuyas señas llevaba anotadas en un papel), di al fin con la casa de huéspedes de doña Leocadia, sita en un cuarto piso de una calle en verdad bonita. Es doña Leocadia una anciana gruesa y coloradota, de voz grave pero de dulzura maternal; hace apenas un par de horas que la conozco y ya me mima como a su nieto: me ha pedido que le escriba una lista con mis platos favoritos, “para tenerlos en cuenta”, según dice; y no me ha dejado entrar en mi habitación hasta que no terminase de comer la sabrosa cena que me había preparado para sobreponer las fuerzas del viaje. Cocina exquisitamente y todo está limpio como los chorros del oro. Tiene un gato la mar de simpático, pequeño y muy juguetón. Se llama Fuz. Y en el momento en que te escribo esto está, cansado ya de enredar, durmiendo entre mis piernas.

¡Ay, que llega la hora de despedirme! Mañana mismo echaré esta carta al correo y visitaré la Universidad. Te escribiré a menudo. Pensarás, mi querida Inés, que mis cartas son simples papeles con marcas de tinta hechas por una nerviosa pluma. Pero no. Guárdalas bien y abrázalas contra tu pecho, pues sabe que las lleno de besos, las riego de lágrimas y que en ellas te envío una parte de mi corazón.
Besos del que siempre te querrá,
P.


Carta de Pedro a Inés.

(…)
¡Cuánto me está costando empezar! Visité la universidad, y resulta que uno tiene que presentarse a sus profesores. Heme ahí cohibido llamando en las puertas de los despachos, mi sombrero en las manos en gesto respetuoso, y sin saber qué decir a tan sabios e importantes personajes que marcarán mi vida con sus enseñanzas. Afortunadamente lo dicen ellos casi todo. Me cosen a preguntas para sondear mis nulos conocimientos. Les explico mi humilde origen, les hablo de la tienda que regentan mis padres, de lo que me gusta aprender cosas a pesar de las pocas que sé. Algunos de ellos me miran con arrogante indulgencia y me despiden pronto porque se dan cuenta de que no seré un estudiante brillante, otros me pasan una lista de libros que debería empezar a leer; y alguno hubo muy amable que me prestó algún ejemplar de su propia biblioteca.
Las clases comienzan mañana mismo, ¿estaré a la altura de tan egregia institución, yo, un mozo de pueblo, un paleto, como dicen por aquí despectivamente? ¿Comprenderá mi cabecita, acostumbrada a no más ocupaciones que soñar contigo y llevar las cuentas de la tienda, el abstruso lenguaje de la ciencia?
(…)

Carta de Pedro a Inés.

Dulce Inés, mi maravilloso poema que ha tomado forma humana,(…)
Déjame contarte novedades.
Hoy he hecho un amigo. Se llama Sebastián Arrás, y es un tipo de lo más peculiar. Imagina que un niño crece de estatura pero sin llegar a convertirse en hombre; quiero decir, mejillas imberbes, frente pálida, pelo delicado, cuerpo delgado y menudo; con todos los rasgos, en fin, de un niño zangolotino. Incluso su voz es bastante aguda y parece ser la misma que cuando era niño, no obstante tener ya casi veinte años. Un apenas visible bozo cubre su labio superior, y es este el único rasgo físico que demuestra que estamos ante un joven y no ante un niño gigante.
Es un alumno de segundo curso, pero coincidimos en algunas clases porque el año pasado tuvo unas fiebres y dejó un par de materias sin superar. Es un joven brillante a pesar de su aspecto (o quizá por eso mismo, como si la intensa fuerza de su pensar consumiera la lozanía del cuerpo), y los profesores le miran con una mezcla de desprecio y admiración. Admiración por lo sobresaliente de sus resultados académicos, desprecio por las peregrinas ideas y controversias que mantiene con muchos de ellos.
Pues, Inés, tú, que siempre me has llamado en broma visionario por la facilidad que tenía para imaginar relatos fantásticos para ti, fruto de la mezcolanza de mis lecturas, ¿qué no dirías de Sebastián, un estudiante de la Medicina que, a pesar de todo el positivismo que invade nuestras vidas, está convencido de la existencia de fantasmas y otros seres maravillosos, y que argumenta con ardor con los profesores más sabios, defendiendo sin amilanarse sus increíbles tesis?
No te extrañará entonces que los demás alumnos se burlen de él continuamente, poniéndole feos motes. Don Repelús, Sebastianito Ultratumba, o El Fantasmagórico son algunos de ellos. Nuestra amistad surgió precisamente porque lo defendí ante un grupo de estudiantes que le increpaban. Como soy un poco mayor que ellos (esos cuatro años que estuve trabajando en la tienda familiar, reuniendo el dinero necesario para financiar mis estudios, hacen que yo, además de más edad, tenga una apariencia más hombruna que la mayoría de estudiantes de mi curso)
Más tarde, en agradecimiento, me estuvo enseñando su pequeña biblioteca, y quería prestarme alguno de sus libros más queridos. Hablamos mucho y congeniamos pronto. Y, aunque no me creo ninguna de sus extravagantes teorías, me gusta escucharlas como me gustaba leer, sin creérmelos, cuentos maravillosos. He visto también sus dibujos y las anotaciones de sus cuadernos. ¡Qué bien dibuja! Creo que para él los fantasmas son, como la electricidad, una especie de flujo que puede llegar a ser medible y calculable. Y también, como con la electricidad, puede haber generadores (un cementerio, por ejemplo, o una casa encantada), resistencias y condensadores. Uno de sus esquemas representa una caja de porcelana que, diseñada del modo adecuado y por las propiedades de este material, puede llegar a ser un “condensador del flujo telúrico”. No, amorcito, no podrás negar que Sebastián es un joven de lo más peculiar.
(…)


Carta de Pedro a Inés.

(…)
Actividad. Actividad. Actividad. Habrás notado que no te puedo escribir casi cada día, como hacía al comienzo y como era mi intención. No es que me haya olvidado de ti, mi ángel de dulzura, ni porque no te eche de menos. Siempre estás presente en mi mente, incluso cuando no soy consciente de ello. Si la luz da sentido a la realidad, al permitir percibirla y concebirla, tú das sentido a mi mundo. Y estás siempre ahí, dándole tu luz a todo. Sin ti estaría completamente ciego.
Pero es que no paro. Clases, apuntes, estudio, tediosas lecturas que hay que acabar para el día siguiente… En uno de mis pocos instantes de asueto, además de escribirte, visité un café de los más famosos de la capital, muy conocido por sus tertulias. Sebastián me señaló a un tipo y me dijo que era el Ministro de la Guerra, y luego yo mismo reconocí a M…, el famoso escritor y periodista, que tantos ratos agradables nos hizo pasar a ti y a mí, y a quien no me atreví a saludar.
Al volver a la casa de doña Leo (pues así le dicen todos y así me ha pedido que le diga yo también), pasé por delante de una tienda de miniaturas cuyo escaparate llamó mi la atención. ¡Qué de figuras, qué colorido, cuánto arte y belleza allí dispuestos! A Luisito, mi hermano, le iban a encantar tantas fruslerías y juguetes. Soldados de plomo, barcos de madera de exhaustiva hechura, coloridos bibelots, graciosos dominguillos, ingeniosos autómatas, modernos relojes… pero ninguna cosa me pareció más bonita que las figuras de porcelana. Qué realismo. No pude evitar un pequeño estremecimiento al contemplarlas: parecía que me miraban. ¡Tal es la magia que el artista ha puesto en ellas!. Representan a reinas y personajes históricos. Me ha gustado especialmente la que es un trasunto de la infausta Isabel de Braganza. Y no son caras. Aunque ya conoces la austeridad y ahorro en que debo vivir si quiero finalizar mis estudios, quizá un día te regale una.


Carta de Inés a Pedro:

¡Oh, Pedro mío! A pesar de todo lo que soñamos leyendo libros juntos, de la importancia que en nuestros ratos libres han tenido siempre las revistas, periódicos, libros. A pesar de aquellos relatos que escribías y que me hacían soñar y estremecer, te juro que nunca -¡nunca, nunca!- hubiera supuesto la estimación que para mí podrían llegar a tener unos simples papeles.
¡Cómo me conoces! ¡Qué bien imaginaste que abrazaría tus cartas! Las beso, las estrecho contra mi corazón, y al leerlas mis lágrimas de emoción brotan y se mezclan con las tuyas. Por eso, y aunque sé que soy terriblemente egoísta, quisiera pedirte que, a pesar de todas esas ocupaciones y obligaciones que sé que tienes, no dejaras de escribirme cada día, aunque fueran sólo unas líneas. Los miércoles llega el cartero al pueblo, y me suele traer las 6 ó 7 cartas de toda una semana, y que leo ansiosa para releer luego diez, cien veces hasta que casi me las aprendo de memoria. ¡Qué pena al descubrir que las últimas semanas me trae sólo 3 ó 4, y más cortas…! ¡Ah, ojalá pudiera haber alguna forma de llegar a ti; ojalá pudiera tomar un mágico bebedizo que me permitiera salvar tan larga distancia durante el sueño, y encontrarnos así para sonreírte, besarte, estrecharte entre mis brazos. Para que me mostraras los lugares de la capital y todas esas cosas nuevas que ves y aprendes; para que me presentaras a doña Leocadia, a Fuz el gato, a tu amigo Sebastián Arrás, y a los amables profesores que te prestan libros. Para pasear cogidos de la mano por uno de los parques de la ciudad…
Pero nada mágico existe. Lo único que puedo hacer es soñarte intensamente, y ponerme triste luego cuando despierto de mi sueño y me encuentro con que mi labor se ha caído de mis manos, y me doy cuenta de que en realidad no estoy oyendo tu voz ni viendo tu imagen, y que no te veré hasta dentro de muchos meses.
Escribe, escríbeme. Déjame embriagarme con ese trocito de tu corazón que pones en el papel. Si no sabes qué contarme, cuéntame cosas prosaicas, las más aburridas si quieres, pero no dejes de escribirme. No quiero muñecas, ¡al diablo con ellas! ¡quiero cartas!.

Carta de Pedro a Inés.

¡Inés, mi Inés querida, me ha sucedido una cosa tan asombrosa…! ¡Oh, Santo Dios, no acabo de creérmelo a pesar de tenerla delante!; tú tampoco me creerás con facilidad. ¡Ahora sí que me llamarás visionario! Déjame contártelo todo con calma.
Esa tienda de juguetes de la que te hablé ha ejercido una poderosa influencia en mi imaginación. Te reirás si te digo que alteré el camino que cada día hago para ir y volver de la facultad sólo para pasar delante de la tienda y ver las novedades en su escaparate. Y es curioso que haya tantos cambios en ella, porque suele estar cerrada casi siempre.
Volvía el otro día a casa y como siempre no pude evitar pasar delante del escaparate de la juguetería y pararme unos minutos a admirar aquella exposición de maravillosas bagatelas. Estaba embelesado observando una asombrosa reproducción del Santísima Trinidad, ¡con luz eléctrica en algunas de sus troneras y pañoles!, y tras unos minutos admirando la asombrosa hechura, surgida sin duda de las manos de un genio, cuando me iba a volver a casa, detengo la vista en las miniaturas de porcelana. ¡Ah! Y hete ahí que siento un estremecimiento pavoroso, como si un ser invisible me diese una bofetada en el ánimo, por así decirlo. Mis pies temblaron y parecía que me iba a desmayar… Mi adorada Inés, una de las muñecas, uno de esos asombrosos productos del arte de los que te hablaba el otro día, ¡era tu misma imagen, una fiel representación de tu ser!.
Sí, Inés, sí, no soy ningún loco. Te digo que eres tú. Con tu vestido azul, el que te hiciste tú misma para las últimas fiestas del pueblo. Tu sonriente cara, tu perfecta nariz, el inigualable dibujo de tus labios. ¿Me creerás, en fin, si te digo que tiene incluso tu lunarcito en el mentón? ¡Ah, qué excelente regalo sería enviarte esa fabulosa obra maestra para que admiraras esa coincidencia maravillosa! Miré el precio, puesto en un papelito al pie de la muñeca: apenas unas monedas, cuya suma (y algo más) llevaba encima. Por un lado esto me pareció de perlas, porque así podría adquirirte a pesar de la precariedad de mis ahorros. Por otro me hizo sentir un poco de indignación, ¿la muñequita de Inés vale lo mismo que un soldadito de plomo y mucho menos que las princesas y reinas que tiene al lado? ¡Cuántas princesas y reinas reales despreciaría y mandaría yo al infierno con tal de tener a cambio un beso – sólo uno- de mi adorada, de mi vida, de mi futura esposa!
Distraído como estaba todavía por el maravilloso hallazgo, decidí entrar en la tienda que – hoy sí- estaba abierta. Llevé un buen susto al introducirme en el penumbroso interior sin poder distinguir bien los objetos -mis ojos estaban acostumbrados a la soleada claridad del exterior- y encontrarme de golpe con el extraño rictus de un anciano que tenía los labios contraídos a modo de sonrisa, y los ojos muy abiertos. A punto estuve de gritar como un niño y alejarme de la impresión, del susto. Me comprenderás cuando sepas una cosa que voy a contarte.
Cuando tenía doce o trece años, en uno de los viajes que hice con mi padre a la capital de nuestra región para comprar género, tuve la mala suerte de presenciar un atropello. Un coche tirado por cuatro caballos pasó por encima de un hombre que –contaban- estaba sordo y no pudo apercibirse del peligro que sobre él se cernía. Cuando tras el horrísono golpe los circunstantes nos acercamos al herido, estaba éste echado en el suelo en extrañísima postura, con más de un hueso roto. El infeliz no sabía muy bien lo que había ocurrido. Recuerdo que dijo con voz entrecortada: “No es nada. No es nada. Ya me levanto, no es nada”. Y poco antes de morir puso una fea mueca de agudo dolor , similar a una grotesca sonrisa…, mueca parecida a la sonrisa del viejo de la tienda.
¿Entiendes ahora mi susto? La mueca del dependiente, que yo distinguía a duras penas en la penumbra de la tienda, me recordó uno de los instantes más pavorosos de mi vida.
Cuando iba a salir de la juguetería, presa de un irracional pánico, escuché la afable y tranquilizadora voz del anciano:
-Buenas tardes, simpático joven, ¿qué deseáis?
Tenía un acento extranjero, italiano me pareció. Y todo él era una estantigua de otra época. Alto, arrugado, con una peluca empolvada a la rimbombante moda del siglo pasado. Sus ojos eran claros y gatunos. Me hizo una especie de reverencia y dijo (pues yo no salía de mi azoramiento):
-Os estaba mirando a través del cristal del escaparate, y me parece que algún género os ha gustado.
-Oh…sí, sí. La belleza de una de aquellas muñecas de porcelana ciertamente me ha deslumbrado. ¿Quién es el artífice? ¿Usted mismo?
-¿Yo? – dijo, y luego rió teatralmente, para proseguir:- No, el artista lavora en el sótano… (¡ sí, podría decirse así!). – aquí rió de nuevo de la misma afectada manera- Yo jamás tuve talento para el arte; en cambio sí tengo habilidad para las ventas. Pero las ventas en este nuestro siglo han alcanzado una de las formas de arte, ¿no lo creéis así?
Poco más hablé con el viejo. No quería escuchar filosofías del siglo pasado que reniegan de este nuestro, más positivo. Te compré, Inés mía, que es lo que importa. A un precio más que razonable. Y ahora, cuando iba a envolverte en una caja para enviarte a tu casa, para que admiraras tu fabulosa copia, cuando llevaba la mitad del trabajo hecho, una nube de melancolía me embargó, y tuve que desenvolver la muñeca…
Por eso recibes esta carta sin paquete alguno que la acompañe, al contrario de lo que había dispuesto en un principio. Es tan fiel la representación que de mi amada tengo en esta figura, que no la cambiaría por el mejor de los retratos. Por eso no quiero enviártela aún. Es una forma de tenerte en la distancia. Te la daré en persona cuando se termine el curso y vuelva al pueblo. De momento, deja que me la quede; Es mi ídolo. ¿no son las vírgenes representaciones de la Madre de Dios? Yo tengo la representación de mi amada, igual a ella hasta en el más pequeño detalle; ¿no es esta muñeca el bebedizo mágico del que me hablabas en tu carta, mi medio maravilloso en la distancia para adorarte?.

Carta de Pedro a Inés.

(…) He puesto la muñeca en un hueco de la estantería donde están mis libros, ¡qué hermosa, no me canso de verla! (o sea, de verte a ti) Al entrar y al salir de la habitación le doy un beso en la frente. Al acostarme me la quedo mirando. Y también es lo primero que admiro al levantarme. Y cuántas veces me distraigo de la dificultosa materia de mis estudios sólo para quedarme embebecido observando a mi Inés, mi dulce Inés, mi angelito de dulzura… (…)

Carta de Inés a Pedro.

Mi prometido, mi amor, mi futuro esposo:
Lo que me cuentas en tu última carta es, no puedo calificarlo de otra forma, extraño. Desconocía la anécdota del señor atropellado en O…, cuya trágica muerte tuviste la desdicha de presenciar. Tu padre me dio detalles del suceso, y dice que todo aquello te impresionó mucho y que pasaste varias semanas inquieto y asustándote por cualquier cosa.
Pero lo que de veras me desconcierta es que haya una muñeca que sea igual que yo, tan parecida a mí como dices. Ríete si quieres, pero no puedo dejar de verlo como algo siniestro. Porque, si una muñeca se parece en mí hasta en el más mínimo detalle, ¿quién la ha hecho así? A la fuerza ha de conocerme su fabricante. Como esto me parece imposible (sólo me conoce la gente de nuestra aldea, y aquí no hay nadie que sepa elaborar muñecas de porcelana), sólo puedo atribuir su fábrica a la casualidad. Ahora bien, ¿existe una casualidad tan poderosa? Los acontecimientos históricos o reales tienen un devenir; los imaginados o artísticos tienen devenires distintos e independientes a aquél y el artista puede intentar que se aproximen al real, si así lo quiere, pero, ¿Qué coincidan ambos – el real y el artístico- en un objeto por casualidad, sin intención? Qué difícil me parece. Y si eso ocurriera, ¿por qué esa muñeca no apareció en la China o en el Perú, y sí en la ciudad donde estudias, a unos centenares de pasos de la casa donde te hospedas?
Desde que leí tu carta no puedo evitar sentirme embargada por una tenue preocupación que no sé expresar demasiado bien, como una niebla que envuelve un lugar y que no llega a condensarse en el agua de que está formada. Ahora vas a ser tú el que me llame, mientras te ríes, de imaginación exaltada, como los héroes y heroínas de nuestros relatos, que creían en hechizos y fantasmas y se veían atrapados por ellos, sin encontrar la salida… Pero quería pedirte que te deshicieras de esa muñeca. Nunca había tenido una sensación de este tipo. Será por la distancia. Por las mil preocupaciones que surgen para llenar el vacío de la ausencia del ser amado. Seguramente sea eso. Pero, por favor, devuélvela a la tienda, o regálasela a una niña que te encuentres en la calle. No quiero que tengas una figura que es muy parecida a mí y que no hemos encargado a nadie.
Me despido ya. Hasta pronto. Mil besos de quien tan bien te quiere,
Inés.
Pd.- perdona esta letra tan fea y chapucera, que no reconocerás como mía, pues parece la de una niña pequeña que acaba de aprender a escribir. Hace tres días, el martes, tropecé de la forma más tonta mientras jugaba con tu hermano y mis sobrinitos. Retorcí la muñeca derecha y don Francisco me ha dicho que le dé reposo durante un par de semanas. Debo llevarla en cabestrillo, como si me hubiera roto un hueso o algo así. Pero no ha sido nada; ¡ni siquiera me duele!. Eso sí, te he escrito con la mano izquierda…y, ¡menudo desastre!. Me río al pensar que si el severo don Serapio viera esta carta, me suspendería de caligrafía de forma retroactiva y me haría volver a clase con las chicuelas.

Carta de Pedro a Inés.

¡Inés, amor mío!, ¡No, no eres ninguna loca por pensar que las casualidades tan perfectas no existen! ¡Claro que no existen! Déjame contarte… pues estoy atrapado. Una fuerza maléfica, un hado terrible me ha capturado en una tela de araña invisible de la que no sé salir. Ah, pero necesito calma, un poco de calma para contártelo todo… Sé que hago muy mal en asustarte de este modo, pero, ¿en quién más confiar? ¿quién podrá comprenderme sino tú?
La muñeca, la hermosa muñeca que adoro porque en ella te veo a ti… es diabólica. No, no me ha hablado con voz terrible, ni se ha movido como animada por fuerza misteriosa. Pero hay un innegable vínculo entre ella y tú.
El otro día leo tu carta, la que estaba tan mal escrita, con la febril ansiedad de siempre. Mas cuando llego a la postdata, ¡Oh, Señor! Sentí un vacío tal que estuve a punto de desmayarme. ¡Oh, mi princesa de dulzura imperecedera!, mi cerebro había asociado dos sucesos independientes, y los puso chocándose en un punto, como dos rectas secantes. Leí que te habías hecho daño el martes, a principios de mes, en tu mano derecha. Dime, ¿fue por la mañana, por la tarde? ¿A qué hora fue?. Recordé que ese mismo martes me ocurrió una cosa que…: aparté la muñeca para colocar un libro en el estante de mi modesta biblioteca, involuntariamente estornudé, y la muñeca se precipitó al suelo. Proferí un grito de terror porque pensé que se hacía añicos… pero, no, no le ocurrió nada. De hecho no le observé ningún daño, salvo una pequeña grieta en la mano derecha, justo debajo de la bocamanga, a la altura de su muñeca.
Creo que no necesito darte más explicaciones y sospecharás lo mismo que yo.
Ese mismo día y aunque no soy muy bueno realizando este tipo de trabajos, compuse un poco de yeso y me puse manos a la obra, reparándole la grieta bastante bien. Apenas se nota el arreglo que le apliqué.
Comprenderás que ahora veo a la muñeca con una mezcla de amor, preocupación, y terror. Terror porque no puedo dejar de imaginarla como un instrumento del mal. Amor, porque es tu misma figura y, aunque apagada, tiene tu misma mirada, y me parece que en ella te tengo presente de alguna manera aunque estés tan lejos. Preocupación, porque tengo el convencimiento de que si a la muñeca le ocurre algo malo, te ocurrirá a ti un accidente equivalente. Por eso ahora la dejo sobre la cama durante el día, y la guardo en un cajón abierto durante la noche. Con precaución de que no esté en sitios altos. En el suelo no puedo dejarla porque sé que hay ratones en la casa, y no quiero que puedan roerla o tocarla siquiera. La estantería de mis libros es demasiado alta y puede haber otra caída.
Sí, sobre la cama está bien… aunque tengo que cerrar la puerta para que no entre Fuz. Como le acaricio y le doy comida, solía entrar en mi cuarto y dormir sobre mi cama… Pero eso ahora me da pavor. ¡El gato es tan juguetón que…! Reñí con doña Leo porque vi a Fuz durmiendo sobre un cojín sobre la cama ¡justo al lado de Inés! . Eso no puede ser. Le exigí a mi huéspeda que la puerta de mi habitación estuviese siempre cerrada para que no entrase el gato.
Establecido el fantástico vínculo entre la muñeca y la Inés real, me vi de repente -nos vi a ti y a mí- protagonista de una historia imposible, novelesca, maravillosa. Oscuros pensamientos revoloteaban en mi cabeza de un lado a otro, chocando en las paredes de mi cráneo, atormentándome. Debía pedir explicaciones al viejo que me vendió la miniatura... Pero al recordar la figura de ese anciano, no podía evitar sentir repulsión y angustia…: no tenía ningún deseo de volver a verle. Aquella cara, ¿no era la misma que la del hombre que había visto morir hacía años?. Si un objeto inanimado como es una muñeca puede mantener un vínculo efectivo con una persona, ¿no puede haber un vínculo , igualmente efectivo, entre los muertos y los vivos?
Me avergüenza decirte que, influido mi ánimo por la zozobra del miedo, escondí un cuchillo entre mis ropas y fui a la tienda a hablar con el viejo.
¡Contrariedad! Estaba cerrada.
Volví más tarde. También estaba cerrada. Casi nunca abría.
Volví al día siguiente con más suerte. Entré algo cohibido.
El viejo estaba detrás del mostrador, con la sempiterna mueca que tanto me hacía estremecer, anotando entradas en un viejo libro de cuentas. No sabía bien qué decirle (ni siquiera le saludé) cuando me miró y fue él quien habló:
-Ah, os recuerdo, joven. ¿Hay algún difetto en la mercancía que comprasteis…?
-La muñeca… Esto… ¡Sí! ¡Eso es, quisiera devolverla!
-Mirad aquí – dijo señalándome un cartel de madera colocado en el mostrador, cerca de él, y que rezaba: “NO SE ADMITEN DEVOLUCIONES”.
Esto me desconcertó y no supe qué decir. El viejo prosiguió, sin apartar la vista del libro.
-Si tenía algún difetto y no ha sido producido por su imprudencia, podemos intentar enmendarlo gratuitamente. De lo contrario, no admitimos devoluciones.- entonces dirigió sus gatunos ojos hacia mí, siempre con la mueca que me daba tanto espanto, y añadió: - A nuestro amo no le gustaría. Se enfadaría mucho.
-¡Miserable! – dije con voz apagada, aunque yo quería imprimirle violencia- ¡Esa muñeca se parece a… se parece a…!
-Signore, estoy molto ocupado.- me interrumpió el viejo- Tengo un socio y las cuentas han de cuadrar. Si se quita algo del DEBE hay que poner algo en el HABER. Tan sencillo y tan complicado a la vez, ¿no creéis?. No puedo, por tanto, atenderos… Pero observad la mercancía tranquilamente y si gustáis de algo más, aquí estamos para serviros… No dejéis de echar un vistazo a los nuevos artículos del escaparate
Asustado y mareado, tentaba el cuchillo bajo la ropa como buscando valor… mas no supe enfrentarme al asqueroso viejo. Salí de la infernal juguetería. Miré el escaparate, tal como él me había recomendado… ¡Ah, caí de rodillas, llorando como un niño, completamente derrumbado!. En el grupo donde estaban los muñecos de porcelana, había tres novedades…: dos figuras representaban a un matrimonio, de rostros bondadosos y dulces, y a su lado una figurita hacía de un simpático niño, ¿No imaginas de quiénes eran perfectas copias en miniatura, Inés de mi corazón? ¡Ay, de mis padres y mi hermano Luisito!
¡Esta vez el precio de cada uno triplicaba al del juguete más caro! No quiero detenerme mucho en todo esto… Baste decir que hablé de nuevo con el viejo preguntándole por aquellos muñecos y por su elevado precio. El infame dijo que eran “de fábrica muy especial”, y hechos por “un verdadero artista”, y que por eso eran tan caros. También me dijo que si estaba interesado en ellos me decidiera pronto a comprarlos, porque por su calidad eran artículos que interesaban a mucha gente, y posiblemente podía comprarlos alguien “que no fuera cuidadoso con ellos”.
¡Eso me dijo, querida Inés, “que no fuera cuidadoso con ellos”! ¿Ves cómo estoy atrapado en una tela de araña? ¿Y qué hice yo? Vendí todos los libros (incluso los que me habían prestado) y todas mis pertenencias, pedí algo de dinero a Sebastián y doña Leo y pude comprar las tres figuras. Las tengo – os tengo- y conmigo están a salvo. Y velaré porque no les pase nada. Ah, consultaré todo esto con mi amigo Sebastián, quien parece ser un experto en estos obscuros temas, a ver si piensa si estoy maldito (como yo creo) o si me estoy volviendo loco (como pienso otras veces), y trataré de seguir mis estudios para centrarme; y cuando vuelva al pueblo en unas semanas y pueda al fin besarte y abrazarte, llevaré estas figuras en mi pobre equipaje, y hablaré con el párroco, con el médico, y veremos el problema con calma… Sea superchería y autosugestión o haya una influencia maligna detrás, sabremos vencerlo cuando estemos juntos, y todo esto no será más que una fea pesadilla para recordar, ¿no lo crees así?


Carta de Pedro a Inés.

(…) Son inútiles tus ruegos y tus preocupaciones, mi dulce niña. No volveré a casa sin haber pasado los exámenes, que me veo capaz de superar, pues he conseguido calmar mis nervios bastante y estoy estudiando con ahínco. Es nuestro futuro, ¿recuerdas?. En unas semanas nos veremos. No he vuelto a ver al viejo de la tienda. Ni siquiera se me ha ocurrido acercarme de nuevo a aquella fea calle. Voy y vuelvo de la facultad por el camino más directo, sin rodeos. Mis deudas están saldadas con el extranjero. Tengo las miniaturas y cuido de ellas. No debe sucederles nada malo. Tan simple como eso. Tan terrible como eso. ¿Recuerdas cuando leíamos cuentos de hadas e historias maravillosas y de terror? Los cuentos tienen una lógica inexorable que los protagonistas han de seguir y, si se les presenta la ocasión, retorcerla, darle un vuelco mediante el ingenio para salir con buen pie. Y han de vencer esa lógica usando los mismos instrumentos de la misma y siendo coherentes con ella. De lo contrario están perdidos.
Has cambiado de opinión. Aunque estás convencida de que hay algo oscuro en todo esto que me está pasando, no crees que pueden darse los embrujos en el positivo siglo en que vivimos, y consideras que es sugestión lo que pienso de los muñecos, que no puede haber tal parecido sin que el artista vea el original, y que necesito un descanso de los estudios, que estoy desarrollando con tanta actividad. Bien, ¡ojalá sea así y todo se trate de un pequeño fallo de mi cerebro! Entre tanto debo seguir la lógica de lo que está sucediendo sin atender a lo positivo ni a tus recomendaciones, ¿no lo ves así?. Dices ahora que estás completamente segura de que si tiro estos muñecos por la ventana o los arrojo al fuego de la estufa, nos os pasaría completamente nada a vosotros, los originales de carne y hueso y ni se os romperían todos los huesos del cuerpo debido a terrible accidente, ni tampoco arderíais de forma inexplicable. Y quizá sea cierto todo lo que argumentas. Sin embargo, recuerda lo de tu retorcedura de muñeca: mismo día, hora aproximada. ¿Quieres otra prueba? Me dijiste que Luisito acababa de pasar una gripe… ¡Me lo dices a mí, que la ocasioné! Hace dos semanas no dejó de llover durante varios días. Una gotera apareció en mi habitación, justo sobre la cama. La descubrí al volver de la facultad. Las frías gotas habían caído durante un rato sobre la figura mi pobre hermanito. Pronto le sequé y lo puse lejos de la gotera. ¡Pobre, pobrecito. ¿Qué culpa tiene él de tener un hermano tan cándido y torpe? ¡Espero que esté bien! ¡Cuántos besos di al muñequito, imaginando que se los daba a él y le llegaban mis caricias y mis mimos!
Pero dejemos de hablar de esto. No me convencerás. Pronto estaré con vosotros y con calma veremos el problema desde otra perspectiva. Mientras tanto debo de ser consecuente con lo que me sucedió. Y si veo un resquicio y tengo la ocasión de retorcer la lógica (aunque yo no sea tan inteligente como el gato con botas, ni parecido), debo hacerlo. Aunque te confieso que no sé cómo.
Por ahora déjame contarte sobre la visita de mi amigo Sebastián Arrás a la misteriosa juguetería.
Fui al pequeño piso en el que vive de alquiler y le conté todo lo que me había pasado, y desde el principio pareció muy interesado en todo. Dijo que, si no me parecía mal, iría a conocer a ese viejo en persona. Le dije que yo no le acompañaría ( ¡ay, tengo miedo de mirar a ese escaparate y ver en él a un muñeco que sea mi misma copia!). Se puso su levita, tomó su sombrero y su bastón, y allá fue. He aquí lo que me contó.
“Cuando llegué, la tienda estaba cerrada. Miré el escaparate, y no vi nada de particular en él. Una juguetería como tantas otras. Pero no me interesan los juguetes lo más mínimo. Miré a través del escaparate haciendo pantalla con las manos. Un viejo trabajaba en el interior desembalando muñecos y juguetes. Piqué con el bastón en la puerta. Me hizo señas de que estaba cerrado. sonreía… su sonrisa me pareció bien extraña.
>>Volví al día siguiente y al otro, pero siempre estaba cerrado.
>>Finalmente encontré la tienda abierta al cuarto día. Y mantuve una intrascendente charla con el viejo, preguntándole el precio de un tren de juguete. Hay algo que desasosiega en él. Tú dices que es su sonrisa… quizá. Yo creo que es su arrugada cara y su nariz ganchuda, que me recuerda la cara de cierto muerto... Hace un año, al poco de llegar a esta ciudad, pasé al lado de unas obras donde se levantaban casas. Un grupo de gente se agolpaba bajo un andamio. Un obrero acababa de caerse de gran altura, y agonizaba tras romperse el cuello. Supe todo esto cuando curioso me acerqué y asomé mi cabeza por entre los demás. ¡Bien podría decir que este viejo es familiar de aquel que vi morir, porque mucho se parecen el uno al otro!
>>Aquel anciano no era trigo limpio y, como digo, había algo en él que me inspiraba repulsión, como la que nos inspiran los retratos de los asesinos condenados a muerte cuando aparecen publicados en el periódico. Pero ten también por seguro que yo le infundía un sentimiento parecido a él, porque se impacientaba y no le gustaba tenerme curioseando por la tienda y mucho menos que tocase los juguetes.
>>-¡Mirad, ma non toquéis! – decía enfadado.
>>Y, como vi que esto le fastidiaba, más hacía yo por tocar las mercancías.
>>-¡Qué maravilla este húsar napoleónico! – decía yo, buscando cualquier disculpa para manosear los juguetes, ¿cuánto cuesta?.
>>-¡Basta, basta! – decía exasperado- ¡caballero, vamos a chiudere, vamos a cerrar!
>>-¡Pero es imposible, si acaban de abrir! – dije yo.
>>-No importa, no importa. ¡¡Vamos a cerrare!!
>>Quise comprar el húsar. Primero me dijo que no estaba en venta. Luego, como lo manoseé a mi gusto, dijo que me lo regalaba. Y que no tenía que pagarle nada por él, que era un regalo de la casa. Con cara de disgusto me pidió que saliese, y se dispuso a cerrar la tienda. Unos niños miraban el escaparate con la cara pegada al cristal.
>>-¡Ah, niños, pasad, pasad! – dijo, con repulsiva mueca de alegría marcada en el rostro.
>>-¿Pero no cerraba usted la tienda? – dije yo, haciendo ademán de entrar de nuevo.
->>¡Cierto, cierto! ¡Niños, la tienda está cerrada! – dijo entonces con tristeza- ¡Largo, largo! ¡Volved otro día!
>> Así fue que al ver que efectivamente la juguetería cerraba, me largué de allí. En el camino de vuelta di el húsar de palo a un sarnoso chucho que pasaba. El perro lo mordisqueó con gran fruición, dio buena cuenta del juguete y pronto no quedaban del húsar poco más que unos restos informes.

Carta de Pedro a Inés.

(…)
Al día siguiente a todo eso, Sebastián me habló de “las cuatro fuerzas”. Arrás cree que las fuerzas invisibles de la naturaleza tienen su equivalente ultraterrena, también natural, aunque no tan evidente a nuestro intelecto. La electricidad y el magnetismo, que son fuerzas hermanas (por así decirlo), y las más poderosas que rigen el mundo físico, tienen sus equivalentes en el flujo telúrico o fantasmal (del que ya me había hablado), y el magnetismo animal, respectivamente. Representa las cuatro fuerzas en un tetraedro, que aparece muchas veces dibujado en sus (para mí) incomprensibles cuadernos.
-Tu problema es interesante – me dijo- por cuanto me permite ver claras cosas que había supuesto mentalmente y me da la oportunidad de contrastar hipótesis que creo casi ciertas. Tu novia te recomienda que rompas esos muñecos. Ahora bien, dices que son de porcelana… No, no conviene romperlos entonces, no te recomendaría eso… No porque crea que les ocurra algo a tu familia o a tu prometida al hacerlos añicos… sino porque temo que te ocurra algo a ti. La porcelana es, según creo, el material adecuado para encerrar el flujo fantasmal. Si ese viejo, como creo, es un magnetizador, esto es, alguien con el poder para ejercer una poderosa influencia en determinadas personas (tú y tu Inés estáis enamorados… magnetizados naturalmente de algún modo. Ahora imagina una persona que conoce los secretos de esas atracciones y repulsiones de nuestras almas y que sabe manejarlos y tiene poder para ello. He ahí el magnetizador). Pero, del mismo modo que electricidad y magnetismo son dos caras de la misma moneda, no hay magnetizador que no use como contrapunto a su poder el flujo fantasmal, necesario para ejercer la influencia sobre la gente, ¿entiendes?.
-¿Luego el flujo telúrico que contienen las figuras mantiene el hechizo y mi voluntad bajo la del viejo? – pregunté, tratando de comprender a mi amigo.
-No me atrevo a afirmar categóricamente eso, ni creo que nadie pueda… pero… - y tras unos segundos de absorta meditación, dijo impetuosamente: -Vamos a la hospedería donde vives, déjame ver esos muñecos.
Llegamos a mi cuarto. Sebastianito dijo:
-Son como el húsar que devoró aquel chucho… Nada que vaya más allá de un trabajo mediocremente hecho. Y bien, ¿cuál es tu prometida?
-¿Cómo que cuál es mi prometida? – grité enfadado, mientras cogía a Inés y le daba un beso. ¿Pues no ves que es esta tan hermosa?
-Yo no veo sino cuatro figuras toscas que representan a personas; tres de igual tamaño y una un poco más pequeña. Hay dos mujeres y dos hombres. Las mujeres son iguales entre sí. Los hombres también, aunque uno de los dos es el que es más pequeño.
Mucho me maravillé al escuchar eso. No salía de mi asombro. Llamé a doña Leocadia y le pregunté que qué opinaba de mis figuras:
-Sé que les tienes mucho aprecio, Pedrillo, y que te enfureces si Fuz se acerca a ellas. ¡Incluso creo que le has pegado una patada al inocente gato por atreverse a dormir junto a ellas! Sin embargo, no entiendo cómo un muchacho tan inteligente como tú puede ver en esas cuatro feas huchas de a real algo de tanto valor.
¡Ah, le di dos besos a la gruesa señora, y abracé el ruin cuerpo de mi barbilampiño amigo! ¡Inés! ¿Te das cuenta de lo que significa? ¡que tienes razón! ¡Y aunque estoy hechizado, magnetizado por decirlo a la moderna, algo me dice que no os podrá suceder nada malo a vosotros si les ocurre algún accidente a los muñecos! ¡Aunque la negra nube aún no se haya alejado de mí, mi razón quiere gritar que sí está lejos de vosotros, y que nada malo puede sucederos! ¡Cuánto me alegra pensar esto!. Mañana mismo iremos a la juguetería con las figuras, con mis queridas figuras que Sebastián dice que no son más que un tosco trabajo. Debo confiar en él aun contra mi evidencia, ¿no crees?. ¡Volver a la juguetería! Pero no tengo miedo: mi amigo vendrá conmigo. Se las devolveremos al endemoniado viejo y le pediremos que las rompa, que se deshaga de ellas. Y aunque en realidad sea una fanfarronada nuestra y no podamos demostrar nada, le diremos que conocemos sus feos chanchullos, y que iremos con el cuento a la policía si no se larga del país.

Carta de Pedro a Inés.


¡Todo ha acabado! ¡Todo ha acabado ya, querida mía! Las figuras están… están rotas… ¡He hecho cosas horribles! ¡Ah, pero no debo pararme en eso, tengo que coger el primer tren y asegurarme de que estáis bien, de que no habéis muerto de forma espantosa! ¡Ah, nunca me había sentido tan mal en toda mi vida, mi amorcito! ¡Cuánta ansiedad! ¡y qué mal me siento por lo que he cometido! ¡Pronto, pronto estaré en casa abrazándote. Estás viva, sí. Y mi familia también. Todos estáis bien. Vuestros corazones laten. La razón me lo dice. Lo grita a voces. No puede ser de otra manera. Necesito escribir esto, que te entregaré en mano, aunque no sea más que por calmar mis nervios.
Fuimos a la tienda al día siguiente. De camino a ella, yo estaba muy nervioso y conturbado. Mi amigo me miraba de reojo, de forma suspicaz. Me dijo:
-Ea, Pedro, ¿qué te sucede?
-Llevas tú los muñecos y al caminar les oigo dar golpes contra la caja, como un cadáver golpeando lúgubremente las paredes del ataúd mientras el coche fúnebre avanza por un camino accidentado… Y esa imagen me pone enfermo. Prefiero llevarlos yo. Están más a salvo conmigo, ¿no crees?.
-Claro, sin problema – me dijo mi amigo, con benévola aquiescencia, como la que se concede a los niños cuando queremos que no se contraríen por algún motivo – y me dio el paquete.
-Ah, mucho mejor – dije, cuando ya estábamos cerca de la juguetería-; ahora nadie golpea paredes de ataúdes…
Pero mis nervios no se calmaron y se enervaban más y más conforme nos acercábamos al aquel lugar que tantos trastornos me había ocasionado.
-Esto… Sebastián… - dije, visiblemente asustado- ¿te conté que yo escribo relatos?
-No me interesa la literatura… No demasiado. – contestó- mirando a ambos lados de la calle.
-Bueno, no creo que sea literatura lo que hago… Son cuentos de fantasmas, ¿sabes? De aparecidos, de presagios terribles, de maldiciones, de vampiros… Los escribo para pasar el rato y se los leo a Inés. A ella también le gustan y…
-¿Tienes algún presagio sobre todo esto? – me preguntó, con una intención que juzgué burlona, y que me enervó aún más.
-No, no, no he dicho eso… Mi teoría como escritor es que para escapar de una trama en la que lo fantástico nos condiciona negativamente, un hechizo, una maldición, un asunto de aparecidos o algo así… hay que seguir la lógica interna del relato: no queda otra. Si uno intenta saltarse la lógica, acaba malparado, o muerto… Ha de haber un lugar, un resquicio, un pequeño subterfugio que permita retorcer toda la lógica desde su interior (siendo coherente con ella), encontrar la llave por así decirlo, y ponerlo todo patas arriba. ¡Entonces el protagonista se habrá salvado!
-¿Qué me intentas decir con todo esto? – preguntó Arrás, parando el paso.
-¡Ah, que por favor no rompamos, que no inflijamos ningún daño a mi familia! – dije suplicante, azorado, casi llorando, abrazando la caja que llevaba los muñecos.
Mi amigo, hasta entonces frío y tranquilo, por un segundo puso una cara como de agitación. Miró a los alrededores buscando algún tipo de consuelo que parecía no encontrar.
La tienda estaba cerrada. (Vaya novedad.) Pero haciendo pantalla con nuestras manos, vimos al viejo dentro, en la penumbra del cuarto. Hacía cuentas en el libro, tal como yo le viera la otra vez. Sebastián golpeó con el bastón en la puerta. El viejo nos miró. Hizo señas dándonos a entender que estaba cerrado. Sebastián golpeó más fuerte. Yo también golpeé con mi bastón la madera de la puerta. Parecía que íbamos a echarla abajo. El viejo, claramente incomodado, se acercó a nosotros. Dio la vuelta a la cerradura, abrió un poco y dijo.
-¡La tienda está cerrada, caballeros, no puedo atenderles en este momen…!
-Yo creo que la tienda está abierta – dijo Sebastián colando el bastón por el resquicio. Empujando luego la puerta, entramos ambos a la fuerza al interior de la tienda, aunque sin ejercer mayor violencia.
El viejo gruñó enfadado.
-¿Qué se les ofrece? ¿En qué puedo ayudarles?
-Mi amigo viene a devolverle unos artículos. – dijo Sebastián, con un aplomo que yo no tenía.
-No se admiten devoluciones –dijo, señalando la pequeña muestra de madera que estaba en el mostrador- … Su amigo ya lo sabe, ¿no es así? -añadió, dirigiéndose a mí. La sonrisa del anciano nunca me pareció tan pavorosa como entonces, ni cuando la viera por primera vez. Continuó: - Y ahora si me permiten debo sumar estos balances… ¡la justa, siempre justa contabilidad!
-Pedro – me dijo Sebastián- pon esas figuras ahí, y déjaselas a este señor. No las queremos. Quédese con el dinero si quiere, buen anciano…
Las puse sobre el mostrador, siguiendo el consejo de mi amigo.
-¡Oh! – exclamó el viejo - Yo no me desharía de esas preciosas figuras, porque podría sucederles algo, ¿no creen?
Cogí de nuevo la caja.
-Sí, es verdad, maldita sea, ¡podría sucederles algo malo!- dije, repitiendo lo que había dicho el anciano.
-No, no les sucederá nada malo – dijo Sebastián con su vocecita casi infantil, pero firme en la inflexión- y cuando eso ocurra, si ocurre, tú y yo estaremos lejos de aquí.
-Yo creo- dijo el anciano con voz profunda, pausada, tranquilizadora, mirándome con aquellos ojos gatunos, sonriéndome con la mueca del muerto - que tu amigo Sebastián Arrás va a romper tus muñecos de un momento a otro; y toda tu familia , y tu adorada esposa perecerán de forma horrible.
-¡No le escuches, Pedro, No le escuches!- gritaba mi amigo como en la lejanía.
Perdí la cabeza. No sabía lo que me hacía. De repente Sebastián era para mí el ser más odioso de la creación. El muy canalla quería matarte, Inés, quería mataros a todos. Nadie le importaba. La gente no le importaba. Yo no le importaba. Sólo sus ridículos estudios y teorías. Don Repelús, Sebastianito Ultratumba. ¡Ah, cuánto le odiaba entonces! Le di un bastonazo terrible en la espalda y otro no tan formidable en la cara. Cayó al suelo inerte e indefenso. El anciano empezó a darle patadas en la cabeza entonces. Me dijo sin mover los labios (o eso me pareció):
-Cierra la puerta. Acabaremos con todos tus problemas en uno istante.
Corrí a cerrar la puerta mientras aquellas patadas resonaban de forma terrible en mis oídos (y en mi conciencia). Mas cuando voy a echar el pestillo, recibí un fuerte golpe que me dejó aturdido y sentado en el suelo: un hombretón había dado una tremenda patada a la puerta y entraba en el local seguido de otro. Eran dos policías. Pronto nos redujeron a mí y al anciano. No lo recuerdo de forma muy vívida, pero creo que yo decía cosas incoherentes pidiéndoles que no hicieran daño a los muñecos.
Ah, Inés, ¿Has visto qué cosas tan terribles he hecho? Golpeé a mi amigo con la intención de asesinarle. No sabía lo que me hacía. Una fuerza superior a mi razón me controlaba… Pero Sebastián fue precavido, informó a la policía sobre nuestro viaje a la tienda, en el que podrían suceder violencias, y les pidió que estuvieran alerta y vigilaran nuestra visita.
¡Ah, le he visto esta mañana en el hospital! Qué magullado está, aunque en realidad no tiene nada roto… Su cara…¡Bueno!... no encontrarás berenjena más violeta que ella… pero el médico dice que pronto estará bien y podrá aprobar esos exámenes que el año pasado no pudo superar por haber padecido fiebres. Y ,¿sabes lo mejor? No me guarda ningún rencor. Sabía que yo obraba magnetizado por el viejo, y que algo así podía suceder. ¡Oh, amor mío, qué gran amigo es Sebastián!
Al viejo lo detuvieron porque los agentes vieron cómo agredía al malparado Arrás. Gritaba que a su socio no iba a gustarle nada todo aquello, porque si le mantenían preso las cuentas de la tienda no encajarían. Y su amo no era tan benévolo como él
La policía al principio nada tenía contra el anciano salvo aquella violenta agresión. Pero luego se dieron cuenta de que el pasaporte que tenía no estaba en regla y creo que le expulsarán pronto del país. Uno de los agentes me contó que se parecía mucho a un asesino cuyo retrato y descripción la policía piamontesa había enviado a sus compañeros españoles hacía muchos años, un anciano tristemente famoso en aquel lugar, acusado de matar niños en Cerdeña. Pero eso era un asunto –dijo- que no les incumbía, una incógnita a despejar por la policía piamontesa.
¿Y las miniaturas?¿ Qué fue de mis queridas figuras de porcelana? Sebastián tuvo una feliz idea, y de tenerla antes se hubiera ahorrado unos cuantos palos. Pidió a uno de los policías, amigo suyo, que fuera al cementerio y las hiciera pedazos allí. Y fue tan taimado que hizo esto secretamente y sin decirme nada.
Supe luego que las habían roto y como yo estaba lejos, teóricamente ninguna influencia maléfica podía tener sobre mí su invisible contenido. Y yo me pregunto, mientras ansiosamente espero a que salga este tren para ir a verte, a veros y abrazaros y comprobar que estáis bien, ¿no era esta solución, la de hacer añicos las figuras en un cementerio (en un generador de flujo telúrico, según Sebastián), la más acorde con la lógica interna del relato, el subterfugio lógico que me permitiría volverlo todo del revés y desencantarme, borrando la perniciosa influencia que el viejo ejercía sobre mí?
“Sí, ciertamente –me respondo como autor de cuentos de terror- era la mejor solución, con la que no di merced a mi corto intelecto y la que tenía que habérsenos ocurrido mucho antes… Pero también hay que reconocer que era la que menos dramatismo proporcionaba al desenlace del relato. Menos, desde luego, que meterse en la boca del lobo. Acaso por eso mismo no dimos con ella antes”.