No creo en profecías más allá de esa tan terrible -que no tiene nada de profética puesto que poco hay de vaticinio en ella- que nos marca a todos en el momento de nacer y por el mero hecho de haber nacido.
Por eso, porque nada hay de conjetura en la absoluta certeza de que todos moriremos, más que profecía podría considerarse una perogrullada. Como aquellas tan simpáticas que Quevedo nombra en su Sueño de la Muerte (o Visita de los Chistes):
Si lloviere hará lodos,
y será cosa de ver
que nadie podrá correr
sin echar atrás los codos.
***
Las mujeres parirán
si se empreñan y parieren,
y los hijos que nacieren
de cuyos fueren serán.
***
Volaráse con las plumas,
andaráse con los pies,
serán seis dos veces tres.
***
Muchas cosas nos dejaron
las antiguas profecías:
dijeron que en nuestros días
será lo que Dios quisiere.
***
No creo en profecías, digo, y sin embargo no puedo evitar pensar que hay dos estigmas invisibles que me marcan desde que era casi un niño.
Cuando tenía 14 años, de algún modo supe dos cosas:
1. Que nunca conocería el amor.
2. Que terminaría buscando mi propia muerte.
La primera, que se ha cumplido, no era tan difícil de suponer... (bueno, quizá con 14 años, cuando estás lleno de vida e ilusiones sí que lo es... pero así de bicho raro era/soy) : no hay más amores que los soñados para los tipos pusilánimes, raritos, no demasiado listos, con chepa, siempre nerviosetes y llenos de extraños tics.
La segunda... La segunda es consecuencia de que las cosas irán cada vez más cuesta abajo... y de que nunca lograré romper el hechizo de la primera.
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