jueves, junio 19, 2008

La Insurrección de los Dioses (Cuento Homérico)

Una de las mejores formas que conozco para alejar la melancolía es imaginar una bonita historia y tratar de plasmarla en el papel. Por eso escribí hoy este cuento "de superhéroes", imitando a Homero, y dándole un toque erótico. Al terminar, puedo decir que no me siento tan avergonzado de este relato como de otros. Espero que os distraiga y os sorprenda un poquito, como me distrajo y me sorprendió a mí el imaginarlo. Muchas gracias.




Salió Zeus Crónida, que amontona las nubes, del monumental palacio, subió al áureo carro del que tiraban cuatro solípedos caballos, y tras sujetar las doradas riendas tomó a gran velocidad la senda de albas nubes.

Ese momento aprovechó Hera, la de ojos de novilla, esposa del dios de dioses, para hablar así a las demás deidades en conciliábulo:

HERA: poderosas deidades, hijos, hermanos y deudos: sea vuestro poder ejercido sin tasa sobre los mortales; castigad con penas y dolores a aquellos que no se acuerden de vosotros, premiad con venturas a los que os honran con sacrificios y hecatombes, y no utilicéis vuestras artes para molestar a vuestros semejantes.
>>Mi esposo, el todopoderoso Zeus, ha salido con su sólido carro y sus enormes caballos a recorrer, como cada día, el camino de las blancas nubes. He avisado a Iris y a Hermes, heraldos veloces cual raudo rayo, para convocaros a casi todos en este ágora de dioses para tratar grave asunto.

Habló el terrible Ares, asesino de hombres, y dijo así a su veneranda madre:

ARES: ¡Madre! ¿Qué importante asunto es ese que has de tratar, que no veo a algunos dioses entre nosotros ( el padre Zeus, el vigoroso Posidón que bate el mar y ciñe la tierra, la discreta Atenea, que lleva la égida, así como tampoco mis ojos distinguen al ominoso Hades, tu hermano), que acaso debieran estar presentes?

HERA: valiente Ares, destructor de hombres, sabes que Hades no suele interesarse en los asuntos de los demás dioses sus hermanos. Sabe que Posidón y Atenea están en este momento interviniendo en un solemne asunto humano: él, desde su terrible abismo batiendo furiosamente el mar intenta acabar con la vida del humano Odiseo , mortal del mismo linaje de Zeus y fecundo en ardides, para que no pueda regresar a la patria, abrazar a su hijo Telémaco ni yacer con su esposa Penélope; y Atenea, de ojos de lechuza, ocultándose para no ser vista, intenta, oponiéndosele, compensar el mal influjo de aquél, y ayudar al Laertíada a regresar a su Ítaca natal, para que pueda abrazar a los suyos y matar a los pretendientes de su esposa, que afrentan su mansión y consumen su hacienda.
>>Son esos cuatro dioses, y algún otro que no fue avisado por Hermes, los que no deben escuchar lo que se trata en este ágora.

Los inmortales allí congregados prorrumpieron en precipitado murmurio, alarmados porque se quisiera tratar cualquier asunto sin la concurrencia de Palas Atenea, del batiente Posidón, y, sobre todo, sin que estuviese presente el mismo padre Zeus. Mas Hera, madre veneranda, diosa de níveos brazos, que sabía que el tiempo le apremiaba, dijo estas aladas palabras:

HERA: ¡Inmortales dioses! Atrapad por un momento las palabras antes de que crucen el cerco de vuestra boca, que no es mucho el tiempo del que dispongo, y quería proponeros terrible asunto.
>> Sabéis que mi esposo, el dios que amontona las nubes y ejerce su justicia sobre hombres y demás dioses, es impetuoso e iracundo. Muchos habéis sufrido en vuestro propio ser el temible efecto de esta cólera. Tú, Hefesto, bien sabes que ha no mucho que fui apaleada en tu presencia, quisiste socorrerme, pero Zeus te cogió por el pie y te arrojó de los divinos umbrales. Durante todo el día rodaste y ya a la puesta del sol caíste, casi sin vida, en la isla de Lemnos.

Asintió el contrahecho Hefesto, cojo de ambos pies, ilustre artífice , corroborando con ese gesto todo lo que su veneranda madre decía. La de los ojos de novilla prosiguió diciendo:

>>Yo misma intento siempre buscar la amistad con el Olímpico. Mas él, sin dejarse llevar muchas veces por los apacibles sentimientos, vuélvese iracundo y ejerce violencias sobre hombres, dioses, y también sobre su propia esposa.

Habló el brutal Ares, asesino de hombres, que gusta de esparcir en el sucio lodo del campo de batalla viscosos sesos, negra humana sangre, y repugnantes cadáveres, para que cuervos y buitres, aves de sombrías y de tupidas alas, tengan carne con que alimentarse:

ARES: ¡Madre! ¡Tengan los humanos destrucción y muerte, sobre todo aquellos que desconfían y nos disgustan porque no hacen divinos sacrificios! ¿Qué nos importa? Mas, la violencia a nuestros semejantes, los inmortales dioses, ha de dolernos como si fuera hecha a cada uno. ¡Unámonos todos y tengamos al todopoderoso padre, pues tal cosa me parece estás sugiriendo!

Como la sonora tormenta que en el estío llega de repente y, ya sola, ya acompañada del trueno de Zeus, deshaciéndose en lluvia cae atropelladamente sobre los árboles y la tierra, produciendo ensordecedor murmullo, así se produjo confuso clamoreo entre los dioses, asustados unos, emocionados otros, irritados unos pocos, pero todos alterados, impresionados todos por la proposición de la veneranda Hera y el terrible Ares.

Habló, asustada, la divinal Afrodita, la de hermosas caderas, que nació de la espuma del mar:

AFRODITA: ¡sangriento Ares, veneranda Hera, qué palabras proferisteis! Aunque arrebatado e irascible, el poder de Zeus sobrepasa al de todos los demás dioses juntos. De un manotazo, o asiéndonos por un pie, puede arrojarnos al tenebroso Tártaro sin que podamos oponernos. Ha no mucho le oí decir que si suspendemos del cielo una áurea cadena , los dioses y las diosas nos asimos de ella y tiramos con todas nuestras fuerzas, no nos sería posible arrastrar al Crónida a la tierra; mas si él tirase de la cadena, quedaríamos todos suspendidos en el aire, y levantaría también la tierra y el mar. ¡Tal es su poder y tales el brío y la fuerza en que nos excede a los demás inmortales! Pero, además, no todos los dioses vinimos a este ágora… Atenea, la de los ojos de lechuza, es la protegida de Zeus, es ingeniosa y, aunque nos pese, más fuerte que muchos de los que aquí estamos. Los Crónidas Posidón y Hades también vendrían al ver que sujetamos a su hermano.

Las palabras de la celestial Afrodita no sofocaron sino hicieron que subiera de punto el murmurio de las deidades. Habló nuevamente Hera, la de níveos brazos:

HERA: Afrodita, deidad de hermosa cintura, aunque asustada porque estás hecha al amor y la diversión y no a los asuntos graves, has hablado juiciosamente: Zeus nos excede en poder muchas decenas de veces. Pero he ideado una traza con ayuda de mi hijo Hefesto, que nos servirá para someter al que mueve las nubes y vivir luego pacíficamente, sin engaños ni violencias.
>>Cuando el cojo Hefesto, artífice de armas, fue esposo de Afrodita, y supo por el Sol que su mujer se juntaba amorosamente en su propia casa con el pernicioso Ares, ¿no forjó en su magnífica fragua una trampa hecha de inquebrantables hilos de un resistente material de su invención que, cual tela de araña, sirvieron para atrapar a los traidores amantes?

Los inmortales concurrentes asintieron, dirigiendo una burlona mirada a las deidades que, mucho tiempo atrás, habían protagonizado aquella historia. Hefesto bajó los ojos, avergonzado y aún algo airado. Afrodita y Ares, también avergonzados, intercambiaron una pícara sonrisa acompañada de una lujuriosa mirada.

Prosiguió la veneranda Hera, esposa del Olímpico:

HERA: Pues de ese mismo material. ¡oh, dioses, muy superiores a los hombres! lleva forjando, a petición mía mi hijo querido, una soga de la que ni mi mismo esposo, con todo su poder, podrá soltarse. Yo misma le atraparé lanzando el nudo, tras idear siniestro ardid con que distraerle. Las demás deidades partidarias de Zeus no os preocupen: sabrán a qué atenerse y que nuestro poder es inmenso, si capaces fuimos de atrapar al ser más poderoso que existe.

Habló entonces Artemisa, la que blande la jabalina:

ARTEMISA: ¡Venerable Hera! Tiempo ha que a mi padre le plugo ofenderme, afligiéndome caprichosamente y maltratándome de forma nefanda e injusta. Mi recuerdo aún se entristece e irrita al rememorarlo, haciéndome imaginar siniestros e imposibles ardides de venganza. Déjame a mí tirarle ese terrible lazo que le atrapará, pues soy hábil cazadora de rebecos y otras bestias, y mis manos están más acostumbradas que las tuyas a la acción de esas impetuosas labores que requieren de agilidad y presteza.

Alegróse Hera al escuchar estas palabras de la que caza con afiladas flechas, y al comprobar que ninguno de los dioses, ni tan siquiera el ufano y radiante Apolo, se mostraban en desacuerdo con el terrible plan que habían forjado ella misma, esposa y hermana de Zeus, y su hijo, el cojo forjador de metales.

Tomó otra vez la palabra Afrodita, la de hermosas caderas, y dijo:

-AFRODITA: Sabré yo, divina Hera, cómo distraer al Tonante:

>>En la isla de Lesbos, lugar al que doy mi gracia sin tasa y las mujeres nacen más hermosas que en cualquier otra parte de la tierra, vive una pastora cuyo nombre es Ifigenia, que quise que fuera la hembra más hermosa que ha existido, existe, y existirá sobre la tierra. Superando en belleza a la argiva Helena quien, algunos años ha, fue la causa del sitio y la guerra que a la ciudad de Troya hicieron los guerreros aqueos. Tuve la ocurrencia de que la más hermosa de todas las mujeres, de una belleza sólo comparable a la de las inmortales diosas, fuera una pastora a la que no conociera hombre alguno. Quise complacerme, por capricho, en crear la más pura belleza, que fuera ésta una vulgar pastora, y además no dejarla tomar parte del agradable placer que yo sé dar, haciendo así aquella beldad única aún más pura por ser virginal. Nada dije de mi experimento a los demás dioses hasta hoy, día en que cambio mis designios sobre Ifigenia, pues haré que se enamore de Zeus y nos sirva de cebo para atrapar al que amontona las nubes.


Esto dijo en el momento en que los corceles del Crónida resoplaban y piafaban, excitados, en los umbrales del palacio: el Tonante acababa de terminar la carrera en la que gustaba de admirar las albas nubes y sus posesiones todas.

Inquietos, dispersáronse los dioses al punto, volviendo cada uno al lugar que le correspondía, quedando sólo en el palacio Hera, la de níveos brazos, quien recibió a Zeus con afable e hipócrita sonrisa.

La voluptuosa Afrodita se subió a la Luna y, colocándose cerca de una de las puntas del astro, comenzó a balancearse indolentemente, usando el astro de Selene como si fuera una mecedora. Llegóse así, con perezosos balanceos, hasta la isla de Lesbos. Dio un salto y fue a caer suavemente en la cabaña do vivía Ifigenia, mujer deiforme, pastora de gran belleza, quien soñaba plácidamente en aquellos instantes.

Tomó la divinal Afrodita la forma de Cisilena, prima de Ifigenia, y se acercó al humilde lecho donde plácidamente dormía la cuidadora de ovejas. Admiró el rostro y el cuerpo que había creado haciéndole partícipe de su propia belleza; mientras Ifigenia estaba inmersa en un dulce sueño, la ungió Afrodita con pingüe aceite con la que logró que los tesoros de hermosura de la pastora parecieran aún más bellos y apetecibles. Vistióla luego con incomparable túnica. No pudo evitar la diosa posar sus hermosos labios sobre los de la virginal humana, ¡tan incomparable era la belleza de la pastora!, y con ella toda la noche hubiera yacido de buena gana la lúbrica Afrodita dejándose llevar por la loca pasión. Mas supo contenerse la diosa, debido a la gravedad del asunto que trataba, y, flotando en la cabaña, habló así al oído de la durmiente, acercándole la boca a su níveo rostro:

AFRODITA: ¡Ifigenia, nieta del mismo abuelo que yo, Prión, pastor sabio y prudente! Mañana vendrá un mayoral , de viril belleza, a esta tu apartada majada. Se llama Ascálafo, y es algo pariente tuyo (aquí tuvo la diosa que hacer una pausa para sofocar una pícara risa). Le ofrecerás alimento y hospitalidad. Él te hablará con sus amorosos labios quedamente, muy próxima su boca a tu cara, y te propondrá que seáis amigos. Déjale que sea amigo tuyo y que contigo yazca, que te dará placeres con mucho superiores a los que el Febo Apolo te puede dar al acariciar tu rostro por la mañana, o a los que te trae el agua del río cuando te bañas y roza agradablemente tu virginal piel, o a los que proporciona el torpe Dioniso, dios incomparable al poder de la hermosísima Afrodita, de cuya belleza participas.

Esto dijo a los oídos de la durmiente pastora Ifigenia la lúbrica Afrodita, tomando la forma de Cisilena, una prima de aquélla. Luego se marchó de la cabaña y, sonriente, volvió a montarse en la luna. Mas no pudo evitar antes de marchar dar sendos besos (en las sonrosadas mejillas, rojos labios, níveos hombros y turgentes senos) de la bella Ifigenia, de hermosura igual a una diosa.


** ** **

HERA: Cruel esposo, que gustas de hacer padecer angustiosos celos a la que tan bien te quiere, yendo en pos de diosas y de humanas, escucha a tu esposa que te adora y no quiere volver a reñir contigo.

ZEUS: Tampoco quiere tu esposo, ¡Oh, Hera, de níveas carnes!, que haya discordia contigo ni con los demás dioses; que las riñas siempre son fastidiosas, aunque sepa imponer mi parecer merced a mi fuerza, y lograr que nadie discuta mi magnánimo y justo criterio. ¿Qué te sucede? ¿Por qué vienes a mí hablándome tan amistosamente?

HERA: A mis oídos ha llegado, ¡espléndido Zeus, que muestras tu rayo en la tormenta!, que una mujer sobremanera hermosa, una virginal pastora cuyo nombre es Ifigenia, vive solitaria y modestamente en la isla de Lesbos, y que es la más bella hembra que ha existido, existe, y existirá sobre la tierra, belleza sólo comparable a la de la alegre Afrodita. Esto escuché cuando esta mañana asomé mi oído en aquella parte de la tierra. Fue oír esto y ponerse la congoja a apretar mi pecho con su funesta garra, y comenzar los celos a aprisionarme el corazón. Por eso vengo a ti amistosamente. Quiero pedirte, ¡Oh, todopoderoso!, que, puesto que mantener la paz entre nosotros ambos pretendemos, no te acerques a esa mujer ni con ella te juntes en amoroso lecho ya que grandes sufrimientos preveo si eso sucediera.

Sonriose el Cronión. Pero dijo taimadamente:

ZEUS: No temas, Hera de pálidos hombros, que mucho ha que no me acerco a Lesbos, ni tengo pensado acercarme hasta dentro de no menos de cien años humanos; entonces esa pastora ya no mantendrá en ella ni su vida ni su belleza. Será sólo un repugnante grupo de amarillentos huesos y negras cenizas. En cambio tus carnes seguirán siendo tan pálidas como lo son hoy, y tus abrazos igual de deleitosos.

Esto dijo el Tonante que lanza los rayos mientras amistosamente abrazaba a su esposa. Al rato cogió el sólido carro, tomó las áureas riendas, piafaron los solípedos caballos, y tomó, como cada día, la senda de las albas nubes. Mas desviose cogiendo el camino que llevaba a la fecunda isla de Lesbos, lugar donde las mujeres nacen las más hermosas de la tierra.

Bajó del carro el dios de dioses y saltó a tierra. Tomó luego la forma del mayoral Ascálafo, quien servía al rey de la isla y poseía portentosa varonil belleza. Dirigiose a la cabaña de la majada donde apartadamente vivía Ifigenia. ¡Cuán impresionado quedó Zeus por la belleza de la humana! ¡Tan hermosa había hecho Atenea a la nieta del juicioso Prión!

Ifigenia, recordando las palabras de su prima Cisilena en el misterioso sueño de la pasada noche, ofreció comida y hospitalidad a Ascálafo.

Zeus dijo a la pastora que su señor, el rey de la isla, le había dado órdenes de contar todas las cabezas de ganado que en aquella fecunda tierra había. Dijo esto y otras cosas con sus varoniles labios cerca del rostro de la pastora. La virginal Ifigenia, a pesar de su timidez, pues nunca conociera a hombre alguno, no se apartó de los amorosos labios del dios, cuyas palabras salían dulcemente, y que fueron pasando de los negocios al amor, proponiendo a aquélla que fueran amigos y que se juntaran amorosamente, procurándose mutuo gozo, placer propio de dioses.

Aceptó Ifigenia, sin poder disponer otra cosa, tal como le había susurrado Atenea que debía hacer.

Cuando Zeus más impetuosamente amaba a la más hermosa de las mujeres, y los suspiros de amor de aquélla llenaban la estancia de un canto de pasión y dulzura, sintió que un poderosísimo lazo ataba sus brazos, y luego, sin dejarle tiempo a reaccionar y lanzar el terrible rayo a quien así le atacaba, sintió que también le ataban sus pies y sus manos. Artemisa había atrapado al Crónida cual captura al herido corzo, vengándose así del infame hecho con que Zeus la había baldonado.

El hilo que el contrahecho Hefesto trabajosamente había tejido era tan poderoso que ni el mismo Zeus, a pesar de su pavorosa fuerza, podía romperlo. Daba el Crónida grandes voces, que se oían por toda la tierra, y hacía formidables esfuerzos por romper aquella indestructible cuerda, que apenas se resentía ante el inconmensurable poder ejercido por el dios de dioses.

Afrodita y algunas otras deidades huyeron despavoridas, pues los gritos, proferidos de un modo tan espantoso, les pusieron en fuga. Y eso a pesar de que el dios padre no podía liberarse. Gritaba el prisionero:

ZEUS: ¿Quién osa…? ¡Ah Hera, ah Artemisa, ah Apolo, ah Hefesto, ah Ares, ah deidades todas, cuán horriblemente sufriréis mi ira! ¡Cuán aterradoramente castigaré a dioses y a mortales por haberme infamado de este modo! ¡Soltadme presto, o mi cólera irá en aumento hasta llegar a destruir la tierra toda! ¡Atenea, hija mía, a quien prefiero entre las demás deidades, salva a tu padre, a quien los demás inmortales se han atrevido a baldonar vilmente! ¡Hades, Posidón , venid hermanos y destruid, matad, acabad con todo ser que pueble la tierra y el cielo!

Esto dijo. Pero ninguno de los dioses a los que suplicaba le escuchó, por estar Atenea ayudando a Odiseo, Hades en su negra morada do los gritos de la tierra y el cielo no llegan, y Posidón en su trono, allá lejos bajo las aguas.

Adelantose a las deidades Hera, la de ojos de novilla, orgullosa y triunfante. Burlonamente dijo:

HERA: Colérico Zeus, carísimo esposo mío, ¿no te advertí? ¿no me dijiste que no vendrías a Lesbos hasta que transcurrieran no menos de cien años humanos? Sabe que no sufriré más por los perniciosos celos, que corroen el pecho de los mortales y de los dioses, pues te tendré siempre atrapado para que no vayas detrás de mujeres humanas ni de bellas deidades. Y que un nuevo orden de dioses llega, un reinado mío presidido por la armonía, sin ira ni afrentas, donde los dioses nos tratemos como iguales y la única violencia sea la ejercida contra los mortales descreídos, que sufrirán las consecuencias de no rendirnos pingües sacrificios.

Esto decía la de los níveos hombros mientras Apolo, Ares, Hermes, y otras deidades rumiaban para sí siniestros ardides, sobre cómo quitar el reino a Hera, y, sustituyendo a Zeus, imponerse en poder y gobernar sobre los demás seres.

Respondió Zeus, que junta las nubes, a su esposa Hera:

-¡Hera, regia esposa ! ¡Suéltame cuanto antes! ¡Tendrás tu justo castigo, mas con esto no será tan cruento como el que recibirán los demás dioses, por estar tu pecho tan afligido por los celos que obnubilan tu mente y te hacen volverte contra mí! ¡Suéltame o juro que…!

En ese instante Zeus viose libre y, cual león que rompe la trampa que le han puesto los cazadores, dejó el Crónida sentir su terrible cólera en mortales y dioses, atravesando por el rayo a aquellos y quitando al vida a muchos centenares, asiendo de los pies a éstos y lanzándoles hacia la tierra donde, al caer dando vueltas tras larga trayectoria, recibían enormes heridas.

El nudo que tan oprobiosamente le sujetaba había sido desatado por su amante, la virginal Ifigenia, de hermosura similar a la de una diosa, quien, dejándose llevar por la pasión más intensa, se atrevió, siendo mortal, a soltar la cuerda creada por Hefesto y que ningún humano podía tocar sin menoscabo de su vida.

Murió al instante la dulce pastora tras liberar a su amante, pagando así terrible tributo.

Había tenido, en la cúspide de la pasión amorosa, la osadía de compararse a los dioses.

****
nota: ilustraciones:
1. Zeus y Hera
2. La Fragua de Vulcano, de Velázquez
3. Afrodita
4.El Cinturón de Afrodita, de Cris de Lara (ha sido tomada de aquí. )
5. Zeus en su carro, en pleno combate.

4 comentarios:

Carlota dijo...

:) estupendo!!! me ha encantado y atrapado desde la primera línea. Muy romántico el final, y un consuelo ver que los dioses acaban vencidos por las mismas pasiones que los humanos... ahora, que mala leche la de Zeus, descargando con los humanos... normal que lo hiciese con los dioses traidores, pero anda que pobres de nosotros :P. Bueno, pues le deseo muchos momentos de querer quitarse así la melancolía. Un beso!

M. Imbelecio Delatorre dijo...

gracias ,peciosa Carlota . por leerme y por tus contarme tus impresiones, siempre interesantes.

besazo

alfonso dijo...

Te he visto en medio de la Fragua de Vulcano. Valiente herrero estás hecho.
¿Le vas a dar un premio a Carlota?
Mientras, me voy a buscar el GPS, que me he perdido en el laberinto del Olimpo.
Hala, valiente pozo de erudición, esperamos el capítulo II.

M. Imbelecio Delatorre dijo...

hola, ñoco:

carlota se lleva todos los premios en este humilde blog. ya lo sabe ella.

capítulo II ? lo bueno de los cuentos es que suelen ser de capítulo único.

gracias y un saludo.