BERNSTEIN: Es usted muy joven, señor… ¡hum!… señor Thompson. No tiene usted ni idea de lo que un hombre es capaz de recordar.
(Bernstein se inclina sobre la mesa. Detrás de Bernstein, la chimenea está encendida. )
Vea mi caso, por ejemplo. Un día, en 1896, atravesaba el Hudson en ferry para ir a Nueva Jersey, y, en el momento de la salida, otro ferry llegaba y en él una joven esperaba para bajar. Llevaba un vestido blanco y una sombrilla blanca en la mano… No la vi más que un segundo… Ella ni siquiera me vio. Pero apuesto que, por lo menos una vez al mes, pienso todavía en ella…
(
Ciudadano Kane, Orson Welles, 1941)
Destellos de idealidad, prístinas luces que apenas duran un instante: nacen y mueren en una fracción de segundo para pasar luego a tener larga existencia en el recuerdo. Tan pronto como se forman, pierden esa forma y ya son sólo idea en mi cabeza.
Como el sol si le miramos directamente un instante y permanece durante unos minutos tal que etérea imagen en nuestros ojos cerrados, eco de la real, hasta que va diluyéndose el contorno y perdiéndose su forma, así permanecen en la memoria los destellos ideales de los que hablo, cambiando caprichosamente por el mismo recordar (poetizándose aun más, pues ya no hay base real), quizá degradándose y perdiendo algo de brillo, pero sin extinguirse del todo ya nunca, durando tanto como la vida.
Ellos me acompañan en mi melancolía. Lo harán ya por siempre. Fueron chispazos de pureza –quizá procedentes de almas impuras en su mayoría- que me fueron regalados, hace mucho tiempo, diez años algunos.
Cuando era joven, una simple mirada casual me alegraba durante meses; por muchas semanas era el combustible de mi ánimo. Ahora, si rara vez ocurre, la alegría que me producen esas miradas apenas dura un día o dos, y sus reverberos se oscurecen al par que mis ilusiones.
Sin embargo, como Bernstein (Everett Sloane) en Ciudadano Kane, muy a menudo –mucho más que él -, aun me acuerdo de aquellas princesas que generosamente bajaron la mirada desde la ventana del alto torreón del palacio en que vivían al nauseabundo charco de lodo cercano al foso y, con sus dulces, mágicos ojos, sin darse cuenta besaron el alma de un asqueroso batracio que aun las recuerda. Y probablemente las recordará siempre.
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