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- ROBINSÓN ENAMORADO -.
("Fue durante unas semanas del año séptimo cuando tuve aquella sensación, tan intensa que en algún momento creí seriamente que mi razón trastabillaba" R.C.)
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Un día, poco después de dar mi paseo matutino por la isla en busca de alimento, tras volver a mi vivienda y desplumar y destripar las dos o tres aves –que nunca logré saber a qué especie pertenecían, pero a las que yo bautizaba con nombres inventados- que había cazado, tuve un momento de flaqueza. Abundantes lágrimas recorrieron mi rostro. Proferí algunos desdichados lamentos e hice algunos otros gestos y demostraciones de tristeza, como tirarme de las barbas o darme puñadas en la cabeza. Como ya dije en alguna otra ocasión, siempre que la debilidad y la pena atenazaban mi ánimo de aquel modo con sus frías manos, acudía a la Biblia; y casi siempre, si no estaba demasiado ofuscado por el mismo llanto, encontraba en ella el consuelo que necesitaba:
“Clama a mí y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces”
Fueron las primeras palabras que leí, abriendo arbitrariamente el libro. Y las lágrimas que hasta entonces eran de pena y soledad, tornáronse en lágrimas de agradecimiento. ¡Dios me escuchaba!. ¡Me hablaba!. Y me traía consuelo y entereza. Cuando me hube calmado un poco, arrodillado exclamé: “¡Oh, mi Señor, gracias!¡Gracias, Dios mío!”. Mas al rato recuerdo que pensé para mí: “¿De qué me está advirtiendo?¿Qué querrá enseñarme?”
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Difícil es creer que pocas veces sentí, mientras me encontré en la isla, la tentación de la carne. Al fin y al cabo, allí pasé veintiocho años… Y sin embargo esto es completamente cierto. Al principio eran mis padecimientos y desdichas tantos, tantas eran mis preocupaciones y los peligros que me acechaban me parecían tan numerosos, que difícilmente podía acordarme de que existían placeres en el mundo. Más tarde, cuando alcancé gracias al Señor la paz espiritual de la que llegué a gozar con tanta plenitud, aparté de mi espíritu todo apetito carnal. Si alguna vez me vino a las mientes el recuerdo de voluptuosidades pasadas, o me atormentaron los impulsos presentes, fue entre la transición de esas dos etapas, muchos meses atrás de todo lo que voy a describir, que, sigo creyendo hoy, y aunque no sabría explicarlo de otro modo, nada tiene que ver con la carne.
Aquella misma tarde mi perro se lastimó con una astilla en una pata, así que decidí ir a coger unas hojas de tabaco, que como se sabe tienen propiedades curativas, con las que emplastarle la pequeña herida. Tras larga caminata, al subir por una de las lomas que llevaban al lugar donde sabía que crecía la preciosa planta, apareció a mi espaldas de nuevo la lejana playa, ¡qué vuelco me dio el corazón, qué sorpresa más intensa, qué suspenso se quedó mi ánimo cuando me pareció advertir que una figura blanca caminaba por la arena!. Instintivamente, eché mano a uno de los catalejos que había rescatado del barco… Pero no lo llevaba conmigo en aquella ocasión. Clavé mis ojos en aquel lejano y trémulo punto blanco. ¿Era una figura humana? Aunque mi razón decía que esto era imposible, mi corazón, latiendo con repentino ímpetu, aseveraba lo contrario; y mis sentidos, que habían de hacer de jueces entre una y otro, nada podían decir. Necesitaban del catalejo para negar la hipótesis.
Me olvidé de mi misión farmacéutica, y volviendo sobre mis pasos, comencé a caminar vivamente hacia la playa.
Mas cuando al cabo de dos horas llegué, nada vi de raro…: las olas llegaban lentamente, con gran calma; pequeños cangrejos paseaban por la mojada arena, cuyos granos despedían brillantes destellos de un agradable sol pronto a acostarse en el mar. Ni rastro de la aparición (si así se me permite llamarla).
Hasta muchos años después de mi llegada a la isla continuaron llegando añicos del barco a la costa: desde grandes trozos de la obra viva del buque hasta toneles, pequeñas botellas, frasquitos de cordiales…, incluso mantas y ropa; tal vez – me dije- una camisa blanca (más bien lo poco que quedaba de ella) llegó de algún modo a tierra, y luego, una vez abandonados por la marea y secos, estos pálidos o amarillentos jirones fueron arrastrados por el viento, dándome la sensación desde dos millas tierra adentro, de que se trataba de una persona caminando.
Así me expliqué aquel acontecimiento que no tenía gran importancia, puesto que la vida nos demuestra infinitas veces que cuanto percibimos a través de los sentidos es engañoso; y tanto más falaz cuanto más difícil es distinguirlo.
No obstante todo esto mis aprensiones no sólo continuaron sino que fueron en aumento, llevándome a creer por unas semanas lo completamente inverosímil, como a continuación se verá.
Cansado como estaba por la rápida caminata, me senté en la arena a descansar, en un lugar que encontré seco y que juzgué agradable para ello. No sé si me ocurrió como a los héroes homéricos y el dios Sueño vino a posarse cerca de mí y hacer que mis párpados se tornaran pesados de repente; el caso es que me dormí dulcemente en la arena, arrullado por el grato susurro de las olas del mar.
Cuando me desperté, era anochecido. Tenía la boca seca y la suave brisa había esparcido algunos granos de arena por mi cara. Pero mi corazón latía de nuevo con violencia. Me incorporé dando un salto. Estaba completamente asustado. A pesar de mi pura fe, de mi sincero amor a Dios, no pude sino acobardarme grandemente debido a uno de los terrores más espantosos: el miedo a lo sobrenatural. ¿Algo verdaderamente sobrenatural acababa de suceder? Corrí por la playa, despavorido, en dirección a mi vivienda.
No estaba solo en la isla.
Me habían despertado los suaves, los tiernos acentos de la voz de una mujer.
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Las visiones, las percepciones milagrosas de los místicos me parecían –me parecen- tan ajenas a mi forma de concebir la religión... Dios existe, pero en un plano que no puedo ver directamente. Si el cielo se abriese de repente, si se apartasen las nubes y una terrible luz bajase hasta mí, o una gigantesca mano, o cualesquiera otras manifestaciones oníricas de la Deidad, al instante sabría que estoy soñando, y despertaría aterrado. Porque Dios sí puede darme indicios, pruebas de su existencia, de lo que quiere decirme, o simbólicas pistas de cómo debo conducir mi vida, pero siempre dejará estas escondidas miguitas de pan en el plano real, o en mis propias reflexiones y sensaciones, reflejos de éste, nunca en un plano donde la razón se quiebra. Dios no necesita hacerme perder pie en el lago de la locura ni en el río del fanatismo para que crea en él.
No caben por tanto en mi forma de entender la vida las visiones, los fantasmas. Ver a unas o a otros en el estado consciente equivale a estar loco.
Podrá entenderse entonces cómo me asusté al creer escuchar una indescriptible, sublime voz de mujer que hablaba cerca de mí. ¿Qué palabras profería? No lo recordaba. Pero sí me parecía que eran palabras de esperanza.
Cuando llegué a mi vivienda, escalé la empalizada y retiré la escalera, ya no estaba asustado. Apenas tenía ya miedo a lo sobrenatural, a apariciones o fantasmas. Y en mi corazón medraba una ilusión…, un extraño, un cariñoso consuelo.
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¡Una mujer! ¡Había una mujer en la isla! ¿Cómo había llegado? No lo sabía (¿¡qué me importaba!?). Pero la había visto de lejos, su vestido blanco flotando, delicado y majestuoso a la vez, caminando por la playa, el día que salí a buscar tabaco para curar la herida del perro. La había escuchado aquella misma noche, mezclándose sus murmullos con las olas del mar, susurrando las palabras que entera, verdaderamente nunca había oído en toda mi vida.
Ya no estaba solo. ¡No! Nunca más lo estaría. Era cuestión de tiempo encontrarla. Durante unos días recorrí la isla de punta a cabo, el corazón latiéndome a un ritmo distinto, con mil, cien mil imágenes de venturosa dicha representándose en mi cabeza a cada instante. Jugando a adivinar su nombre, su imagen, tratando de recordar la voz que había escuchado, adivinando sus pensamientos.
¡Qué hermosa era! Y, puesto que era hermosa, su nombre había de ser tal que debía contener tanta belleza. Y así repasaba en mi cabeza los más hermosos nombres de mujer, ya fueran ingleses, italianos, españoles, franceses. Y a cada uno atribuía unas características físicas y del espíritu para su poseedora. Así desechaba unos y consideraba más probables otros, decantándome por aquellos que más agradaban mi espíritu porque estimaba que contenían más poesía.
Pero de todos los nombres ninguno me pareció más poético que Eva. La mujer primera. La esposa primigenia. Porque, ¿no era yo un nuevo Adán en aquel solitario paraíso? ¿No me había prometido Dios cosas grandes y ocultas que no conocía?
¡Ah! ¡Imagínese cuántos imposibles y locuras no soñaría durante aquellos días, si me parece imposible y locura dejar hoy esta minúscula huella de todo aquello en el papel!
Baste decir que una noche, tendido en el suelo admirando los infinitos diamantes que conformaban el cielo ecuatorial, aquella inexplicable sugestión llegó a tal punto que me fijé en dos estrellas cualesquiera que me parecieron más brillantes que el resto y di en pensar que aquellos puntos eran el reflejo de los ojos de mi amada, que acaso también estaba mirando al cielo en aquel mismo instante, también tumbada en el suelo, descansando de tanto buscarme por la isla -que ella creía desierta-; y mis ojos se encontraban con los suyos de aquel modo… y su rostro… si me fijaba se dibujaba, ¡sí!, aunque muy confusamente se dibujaba en las estrellas…
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Pero aquella mentirosa sugestión acabó, como tengo dicho, a las pocas semanas… Y aquella tenaz ilusión se vio ahogada poco a poco por una honda melancolía. La realidad mató todos los pájaros de mi cabeza. Y finalmente yo, hombre práctico al fin y al cabo, dejé de recorrer la isla en busca del ideal, del imposible.
Cuando con lágrimas en los ojos regresaba una tarde a casa de cazar algo para la cena, escopeta en mano y una cabra muerta al hombro, y a mi frente veía la lejana playa donde naciera esta extraña locura que acabo de describir, comencé a meditar cuánto mejor son las ilusiones para la vida, aunque sean más mentirosas que el mismo diablo, que no la sombría verdad, que secando toda fuente de vida nos acerca más y más al abismo... Pero mi mental soliloquio se interrumpió de repente. Polly, mi loro, había salido a recibirme, y locuaz me saludaba desde una rama cercana, profiriendo:
-¡Robin Crusoe! ¡Robin Crusoe! ¡Pobre, pobre Robin…! ¡¡Por siempre pobre Robinsón Crusoe!!
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notas:- las otras imágenes son ilustraciones de ediciones anglosajonas de la novela (dos de ellas, una es una portada); esta última es la portada de la edición en DVD de la película de Buñuel, Robinsón Crusoe, la mejor adaptación cinematográfica hasta la fecha de la novela (quiero decir, hay otros robinsones de cine muy buenos, como el Náufrago de Zemeckis, pero adaptaciones de la novela de DeFoe, como la de Buñuel no hay ninguna.).
-la cita bíblica del relato es el Jeremías 33, 3.
2 comentarios:
¿Y no nos cuentas que yerbas había ingerido RC? En fin, la tentación de la carne sin carne le llevó a ser vegetariano. Seguro. Pero lo cuentas muy bien. Agradable voz para decirnos que debemos evitar los naufragios, al menos, los naufragios a solas.
hola , Ñoco!
muchas gracias, hombre.
=)
cómo llevas la vuelta al cole?
saludos.
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