Llegaste a la oficina hace ahora nueve meses. Desde el principio me chocó tu forma de ser, que no sabría describir aquí. Muy asertiva - “gracias y perdona” decías para todo… como si todo lo que dijeras necesitase de disculpa-, sencilla, tierna, dulce… y también que tenía mucho de niño. Sí, eso era. Un niño en un cuerpo de adulto de edad parecida a la mía. También había reflejos de esto que digo en tu tímida voz, con acento de otra provincia. Te busqué el precio más bajo que pude (en eso consiste mi actual trabajo), y te fuiste.
Un cliente como tantos otros, supongo.
Pero no podía evitar reconocer algunos rasgos de mi forma de ser en ti. Quizá por eso te recordaba cada vez que llamabas para hacer alguna consulta o cualquier otra gestión (cosa que no me sucede con la mayoría de clientes).
Hace un par de semanas te pusiste en contacto con la oficina otra vez. Habías tenido un golpe. Unos hijos de puta que volvían de juerga te amedrentaron con peligrosas maniobras y te hicieron chocar contra un quitamiedos frontalmente. Luego se dieron a la fuga. No pudiste pillarles la matrícula. Te lesionaste (aunque no de forma grave) en el cuello y la cabeza.
Hace hoy una semana que te pasaste por la oficina. Estabas muy triste. Tu aspecto era muy descuidado. Y era evidente que te habías automedicado, o que habías tomado algo para tratar de soportar esa tristeza que te ahogaba. Como te dolía el cuello, pensabas que el golpe te había dejado secuelas crónicas, aunque traté de animarte y te dije que esos dolores eran temporales. También me contaste que habíais roto tu novia y tú (por ella habías venido a vivir a esta tierra). Y me sugeriste que estabas solo, tu familia estaba lejos…
Pero yo no supe ver...
Intenté animarte, eso sí. Estabas pasando un mal bache que ibas a superar. No supe ver que probablemente solo, sin amigos, lejos de tu familia por motivos laborales, en realidad emitías tu señal de socorro, y ponías todo tu corazón en manos de un extraño.
Sé que soy injusto conmigo mismo comiéndome la cabeza de este modo (al fin y al cabo yo no era tu amigo ni nada parecido, no soy más que el tío de los seguros), y quizá no hubiera habido solución de todos modos aunque alguien hubiera alertado a tu familia. Seguramente nada habría cambiado. Pero no puedo evitar sentirme culpable porque fui uno de los últimos con los que hablaste y no supe ver, no, no supe escuchar tu señal de socorro.
Perdóname, J.
:(