jueves, julio 25, 2013

LAS MAGDALENAS



Heinrich S., un paciente de Colonia (de colonia don Mickey , para más señas) vino un día a mi consulta en el centro de Viena y me contó algo que le causaba gran desazón:
 -Mis magdalenas, herr doktor, nunca son reales. ¡¡Siempre imaginarias!!, ¿comprende?.

Y como con cierto estupor le dijera que no, me expuso lo siguiente: "Mi mujer hace las mejores magdalenas de toda Colonia. ¡¡Pero nunca para mí!!: Comen mis hijos, come mi propia esposa, come incluso Bismarck,el perro, ... pero yo no... y si echo mano de una de esas delicias esponjosas... es como si no tuvieran cuerpo ni entidad, mi mano las atraviesa... y ...¡ay de mí! desaparecen. En cambio si es otra persona quien las coge, enseguida vuelven a tomar forma y cuerpo y ellos sí pueden palpar su suave textura, oler su inconfundible aroma a vainilla, y  degustar su delicioso y dulce sabor... ayúdeme  herr doktorr!!"

-¿Por qué cree, querido paciente- pregunté mientras  limpiaba mi  monóculo con un inmaculado pañuelo -, que los postres le rehúyen de ese modo?

-No me rehúyen sino las magdalenas. Pues los marrones glacés, los almendrados y otras confituras son perfectamente corpóreas y puedo comerlas sin ningún problema.
Más tarde me contó que, accidentalmente, meses atrás había visto a su joven sirvienta bávara desnuda, y en la fugaz mirada a las carnes de la doncella, en lugar de encontrarse con la sublime blancura de los lozanos pechos, creyó ver... dos magdalenas como las que tan exquisitamente le solía preparar su mujer, exactas, con la misma  guinda roja confitada en la parte superior.

También reconoció que al pasear por las calles de su ciudad le resultaba imposible no imaginar a las señoritas con las que se encontraba con sendos apetecibles  postres esponjosos bajo sus corpiños de seda.
Atormentado por el problema, y ansiando encontrar respuestas, me contó que acudió cierto día ya entrada la noche, bien embozado con la capa y el sombrero, a una casa de dudoso comercio. Temblando como el hombre honrado que se ve obligado a convertirse en criminal para paliar su hambre, pidió a la dueña verse a solas con una señorita, exigiendo que ésta tan sólo mostrase: "sus magdale... quiero decir… su busto", a decir del caballero.
Dispúsolo todo la señora como herr S. había pedido, escogiendo para tal misión a la incomparable Helga, una joven renana, baja , de nariz chata y levantada, en general no muy agraciada y con demostrada aversión a la higiene, pero cuyos pechos a pesar de todo participaban de una rotundidad y una belleza ciertamente admirables.
Fue entrar la moza en el cuarto mostrando aquellas dos maravillas a Heinrich, y caérsele al hombre dos lagrimones del rostro.

-¡Ah, helas, helas aquí - dijo apasionadamente- las magdalenas que hornea mi mujer! .
Pues en efecto eso veía el bueno de Heinrich: dos pastelitos perfectamente horneados, que olían a dulce recién hecho, con toques de vainilla y canela, y cuyas rojas y almibaradas guindas parecían decir (si como en Alicia los alimentos pudieran decir algo):" áseme entre tus dedos y cómeme"
Dicho y hecho. Con gran delicia tomó aquellas guindas entre sus pulgares e índices, y delicadamente intentó  mediante suaves giros y tironcitos separarlas de los pasteles que coronaban… pero el almíbar los había unido bien esta vez.
-¡Qué esponjosa delicia! Dime, Helga – preguntó a esta, quien tenía las mejillas encendidas, ¿no tendrás una taza de chocolate caliente?
-¡Pues vaya que es usted raro!, ¿eh? – respondió la joven. ¿Cómo va a haber chocolate a las once de la noche? Aún falta mucho para el desayuno. Mas si quiere una copa de vino o aguardiente, puedo servírsela.
-¡Vino! El vino tinto también sirve para mojar los bizcochos. ¡Escancia, escancia, bonita! – pidió Herr S., alegre como unas castañuelas.
Pasaré rápido por la escena que ocurrió. Baste decir que tras mojar “las magdalenas” en un mal vino, Heinrich dio un voraz mordisco a una… Y tuvo que marcharse pitando de la casa de citas, pues la niña gritó y se asustó bastante. La dueña de la casa amenazó con un escándalo y con hacer bajar  a un inspector de policía que en aquel momento estaba en una de las habitaciones. Heinrich se fue en menos de lo que se tarda en decir adiós, no sin antes apoquinar con una generosa cantidad muy por encima de la acordada, con el fin de evitar el escándalo.
Y tras esta triste experiencia digna de olvido, vino a mi consulta, taciturno y avergonzado:
-Es usted famoso, herr doktor. Y capaz, según dicen, de curar los problemas mentales tras relacionarlos con temas sexuales, y vice versa… Dígame, ¿estoy loco? ¿ocurre que no podré degustar una magdalena nunca más?
- Herr S., su caso es ciertamente desconcertante. Pero creo que la clave radica en lo que sigue:cuando se deleita contemplando el busto de su buena esposa, ¿ve también dos sabrosas magdalenas?
-No… – confesó, agachando la cabeza y con mirada algo triste-, en ella no veo sino dos desmigados bizcochos revenidos.
-Ah, mi buen amigo. Su problema no es tan distinto del de otros al fin y al cabo. Pero usted sin pretenderlo lo disfraza merced a su vivaz imaginación… y a su pasión por los dulces.
-Las magdalenas, herr doktor – aclaró el paciente- mi obsesión desde muy niño han sido siempre las magdalenas.